Doris Camarena
Yo no tengo perdón. Me lo
dice la sorpresa amarga de los otros, que atendiendo un acuerdo sin palabras no
despegan los ojos de tu suéter verde, no se atreven a mirarme a la cara.
Tú no tienes perdón. Pero eso no debe decirse, porque
cualquiera sabe que nadie tiene la culpa de morir, aunque después haga cualquier
otra cosa. Y sigo pensando que lo tuyo fue como el crimen perfecto del que a veces
dibujábamos mapas en lenguaje secreto, y las crucecitas significaban cuchillos que
iban a clavarse en la maestra de matemáticas, crucificándola sobre la pared del
baño de la escuela, y unos triangulitos largos significaban el incendio que acabaría
con la casa de tu ex novio.
Tal vez tu muerte fue un pequeño mapa que alguien
dibujó en un rato de ocio y también de rencor. O sin rencor. Nada más dibujando
algo porque sí. Para olvidarse de otras cosas. Y luego tiró el papel a la basura
y tú empezaste a morir.
Todos juran que sufriste mucho. Que tus últimos días
fueron largos y pestilentes. Que tu cara había cambiado hasta una hinchazón deforme
y de tu boca salían historias torcidas por la fiebre. Que tu cerebro iba doblándose
y cediendo bajo una locura de plomo derretido.
Yo pude hablar contigo antes de todo eso. Cuando aún
no perdías pie para caer desde tus propios sentidos a un abismo en no sé dónde.
Las sábanas de tu cama olían a desinfectante y una
enfermera contaba los minutos de la visita.
–Sácame de aquí, por favor. Quiero mi cuarto y mis
revistas deshojadas, quiero al perro lamiéndome las manos–. Eso querías decir.
–Sácame de aquí, quiero regresar– dijiste, a secas.
Yo te entendí claramente: querías regresar al mundo común, a los kilos de carne
perdidos, a tus ojos brillantes. En otras palabras, querías escapar de aquello que
te estaba robando el aire, que te exprimía dejando en tu lugar un puño de venas
vacías, un esqueleto con piel de telaraña. De todo eso querías escapar pero estabas
agonizando y lo sabias, aunque yo te dije que no era cierto, aunque te prometí salvarte,
sabiendo que no podría.
Tu cadáver se te parecía mucho. Menos color y movimiento,
eso era todo. Me quedé mucho rato mirándote a través del vidrio de la caja. Esperando
que te levantaras para ir a comprar algo de comer. Esperando que te aburrieras de
estar quieta. No es que no supiera que estabas muerta, partida y vuelta a juntar
por una costura burda y larga. No es que me negara a admitirlo. Lo que hacía era
fingir. A veces lo que se finge se vuelve cierto. Se sale de control. Pero eso no
pasó con tu muerte sino sólo con mi llanto.
Yo nunca pude llorar como tú o como mi mamá, que no
tiene más que pensar en algo ligeramente triste, bajar la cabeza y empezar con el
deslave de llanto, de sollozos y quejidos que parten el alma. Yo no lloraba viendo
tu caja. No tenía ganas. Se me ocurrió la idea cuando supuse que tú habrías llorado
en tu propio velorio. Tratar de llorar como tú era un consuelo, como si en ese momento
hubiera sonado el teléfono y quien llamara fueras tú, hablando para saber de qué
color era tu ataúd o qué marca de galletas estaban comiendo los invitados.
Quise dedicar quince minutos para llorar y tardé un
rato haciendo el esfuerzo, pero cuando finalmente las lágrimas brotaron, vi acabarse
los quince minutos, luego una y dos horas y yo seguía sacando quejidos como cuando
sangras por la nariz durante mucho rato, y la sangre se para un momento pero vuelve
a salir en cuanto te mueves, y te desesperas porque nunca sangras lo suficiente
para convertirte en tragedia ni dejas de sangrar para ya olvidarlo y largarte al
cine.
Mis párpados se hincharon hasta cerrarse, la lengua
se me durmió y, con todo, el llanto no era suficiente para gritar, para desmayarse,
para meterse a morir en un agujero. Al mismo tiempo no se acababa. Yo no podía secarme
los ojos y sonreírle al público. No podía olvidarlo y largarme al cine.
Decidieron quemar tu cuerpo y no pensar en tu carne
reventada, fundiéndose. En tus huesos desmoronándose en la oscuridad. Quisieron
llevar tus cenizas a algún campo tranquilo y bonito. Les pedí que no y me hicieron
caso. Yo debía saber mejor. Yo compartía tu recámara, tu ropa y tus golosinas. Yo
era tu amiga, a pesar de ser tu hermana. Yo te había prometido traerte de regreso.
Le pedí a mi mamá que no guardara tus cosas en cajas
de cartón para regalarlas. Comencé a poner, todas las noches, un par de chocolates
encima de tu almohada. Al otro día los cambiaba por otros. Una vez que desperté
a media noche se me ocurrió comérmelos. Estuve enferma dos días. Fue mi culpa por
no acordarme de lo egoísta que siempre has sido con tu comida. Estoy segura de tu
cariño por mí porque, pálida de rabia, me dejabas morder de tu pastel, o llevarme
un puño de tus cacahuates. Claro que eso no es lo mismo a comer todo de algo. Así
que me aguanté los retortijones porque significaban que seguías conmigo, algo que
yo sospechaba ya por una sola cosa: nunca te despediste de mí.
Recuerdo que mi abuela, a los dos días de morir, fue
soñada por toda la familia, vestida de azul y con una maleta en la mano. A Barrabás,
el perro aquél que murió de viejo, nada más lo soñamos tú y yo, corriendo por el
jardín rumbo a la calle. Pero tú, nada.
Todos lloraban a escondidas mirando alguna fotografía,
o al toparse con los columpios que colgaste en los árboles del jardín. Yo sólo lloré
aquella vez en tu velorio y luego me dediqué a pensar en la forma de ayudarte.
No creo en los fantasmas y por eso, el día que la
sirvienta dijo que se oían ruidos en tu cuarto y que a veces se veía pasar una sombra
blanca por la sala, le aventé un plato en la cara y fui a buscar la olla con agua
que hervía en la estufa. La sirvienta se fue ese mismo día. Pero yo no estaba enojada
con ella sino contigo, que le permitías imaginarse que eras visible, que eras capaz
de ser oída, mientras que yo, para platicar contigo, tenía que preguntar y contestarme
sola, con una voz que no era la tuya. Una voz que no cantaba como tú, cuando gritabas
a todo volumen canciones en inglés y todos decían que eras muy entonada, aunque
no tuvieras ni idea de las letras.
Busqué la ouija con la que jugábamos a veces y me
contestó un tal Rafael y una Sara que deletreaba groserías. Quemé la ouija y, mientras
la veía arder, me quedé pensando en ti. Mi mamá apareció en la puerta. Me miró con
miedo y luego cambió, como si de pronto me hubiera desconocido y vuelto a reconocer.
No me dijo nada de lo negro que se iba a poner el patio por quemar cosas ahí, no
se quejó del humo ni del olor. –Cantas como ella– dijo antes de empezar a llorar.
Desde tu muerte te convertiste en “Ella” y nadie dice
tu nombre al hablar de ti. –Cantas igualito y esa es la canción que le gustaba–.
No la consolé. Tampoco pude decirle que yo no había estado cantando. Que yo jamás
había podido cantar.
Esa noche me comí los chocolates en lugar de ponerlos
en tu cama y mi estómago siguió como si nada. Luego soñé que entrabas al cuarto
y te sentabas conmigo a jugar a la baraja, rascándote de vez en cuando la costura
de la autopsia. Desperté cuando perdía el segundo juego y al tocar el cojín supe
que había llorado.
Unos días después me encontré a tu ex novio afuera
de la prepa y, aunque se desvió para no encontrarse conmigo, fui a saludarlo. Dijo
que estaba de viaje el día de tu muerte. Dijo que hace poco pasó por la casa y estuvo
a punto de tocar el timbre. Le contesté que podía ir cuando quisiera, aunque no
supe por qué.
La casa se volvió un lugar donde se hablaba en voz
alta. Una voz que se alzaba para llenar espacios. Una voz que acompañaba esa normalidad
falsa de los lugares donde se trata de ignorar algo terrible. Comencé a comer y
a dormir mucho. Hacer promesas me angustia porque luego tengo que cumplirlas como
sea. Alguien me dijo que había una cosa llamada espiritismo y compré varios libros
con lo que mi papá me da por semana. Leí hasta terminarlos y traté de hacer lo que
se necesitaba: vestir de blanco por las noches y empezar a llamarte en cuanto sentía
que iba a dormirme. Dicen que hay una sustancia como de gelatina, que luego forma
el cuerpo del espíritu al que se llama y que eso sale por la boca o la nariz del
médium que está en trance. Todo inútil. Mi mamá me llevó con un sacerdote y con
un siquiatra. –Duerme mucho y se pasa la noche sollozando–. Me diagnosticaron depresión
y algo más que llaman duelo no superado y que, por la explicación, no es otra cosa
que tristeza. El sacerdote dijo que había que rezarme los evangelios, porque eso
se hace cuando a alguien se le cura del espanto. El sacerdote me espantó más: ojos
de lodo fresco y voz de sapo que rezaba soplando en mis cabellos. El siquiatra me
dio pastillas que yo escupo todas las mañanas al irme a lavar los dientes.
Comencé a soñarte cada noche. Pedías comida en los
sueños. Me decías que te invitara una pizza o helado de pistaches. Al otro día me
olvidaba de esos sueños hasta que oía mi propia voz repitiendo tus antojos. Mi mamá
jamás preguntó nada. Si yo hablaba de galletas, al otro día las galletas estaban
ahí, o el pastel o los tacos. Era tal como hace mucho tiempo, cuando éramos muy
chicas y mi mamá tenía miedo de que yo me muriera y se había resignado a que no
volviera a caminar. Se sentía mal, culpable. Como ahora, aunque no entiendo por
qué. Viéndolo bien, tú te moriste sin su ayuda. Igual cuando yo me caí de la escalera
por querer bajar un papalote atorado en el techo de la casa. Aquella vez nadie me
dijo que subiera ni hubo quien me empujara el pie en el hueco entre los escalones.
Nadie sino la caída hizo tronar mi espalda como truena una caña entre los dientes.
Sin embargo sé que mi mamá se echó la culpa y eso
la hacía llorar. A veces me mojaba las mejillas y sus lágrimas me picaban en la
cara, despertándome. Me sacaron del hospital y la maestra de la primaria venía a
darme clase un rato en las tardes. Diario se hacía de comer lo que yo pidiera. Tú
aprovechabas para aconsejarme: dile a mi mamá que hoy se te antojan chiles rellenos,
muy gordos de queso, y flan para el postre. Una vez llegaste a mi cama, furiosa,
y me diste un almohadazo con todas tus fuerzas. –Dicen que no vas a volver a caminar–
dijiste llorando, enojada porque yo me quedaba ahí todo el día, sin salir a jugar
o acompañarte a la tienda. –Tú no caminas porque no quieres, por no juntarte conmigo–.
Esa noche no dormí. Pensé que a lo mejor tenías razón
a medias. Que mis piernas, asustadas por la caída, se encaprichaban en no moverse.
Al otro día te prometí que volvería a caminar.
El médico dijo que era un milagro. Yo sé que no. Sé
que diario y a todas horas me ocupaba en ordenar a mis piernas que quisieran moverse,
en pensar que una cuerda larga se amarraba a mis rodillas y comenzaba a levantarlas.
Por eso volví a caminar, aunque siempre pensé que esos meses en la cama impidieron
que creciera tanto como tú, que eras tan alta. El día de tu muerte pude ver que
la cama del hospital te quedaba corta.
Siempre envidié tu estatura, aunque tú decías que
era un inconveniente. Que te costaba encontrar ropa y muchachos con quienes salir.
Por eso escogiste a tu ex novio. Porque era más alto que tú aunque fuera un imbécil.
Decías que andabas con él mientras conseguíamos dinero para irnos a otro lado, a
Noruega o Dinamarca, donde los hombres son tan altos y ricos. Ahí te casarías con
una especie de vikingo y tendrías un par de niños rubios o pelirrojos y una casa
en el bosque. Conseguirías otro vikingo para mí y viviríamos a unos pasos de distancia.
Pero mientras planeabas todo eso te enamoraste del
ex novio que luego acabó por dejarte, alegando cosas que nadie entendió. Esa noche
lloraste hasta que un derrame de sangre te cubrió el ojo derecho y odiaste no poder
morirte aunque quisieras, porque eras incapaz de ahorcarte con la cuerda del columpio
o darte un tiro con la pistola vieja de mi papá. Llorando, me pediste que te matara
para no seguir sintiendo el vacío del ex novio. Un hueco en el pecho que te hacía
suspirar y te cerraba la garganta impidiéndote comer.
Yo le dije que no al vecino que me quería de novia
sólo para que tú no te sintieras más sola y vieras que no eras la única que se quedaba
sin ir a bailar el sábado en la noche. Eso tú nunca lo supiste, hasta ahora, cuando
ya es imposible que lo ignores.
El día de las hormigas tu ex novio vino de visita.
Trajo flores y se quedó llorando un rato frente a tus cenizas. Yo tenía muy presente
lo de las hormigas. Las había visto al despertar. Una funda viviente y negra cubriendo
cada centímetro de la almohada de tu cama, moviéndose con furia. Pensé que habrían
venido por los chocolates, pero cuando me levanté a quitarlas desaparecieron. Las
vi correr y esconderse con tal perfección, que no pude encontrar ninguna aunque
busqué entre las sábanas, debajo de la cama y en todos los rincones del cuarto.
Los chocolates estaban enteros pero aún entonces no entendí la rabia de las hormigas
que habían venido de donde fuera y se habían ido con las pequeñas panzas vacías,
con las faucecillas frustradas y la idea del chocolate dulce y perfumado en la cabeza.
No sé cómo piensen las hormigas pero me imaginé cómo
pensarían aquellas cuando vi a tu ex novio llorando frente a la urna, haciendo bailar
con su aliento la llama de la veladora que mi mamá pone frente a ella, con tu foto
y la rosa seca que tuviste en las manos durante tu velorio. Él no se dio cuenta
de que lo veía, pero en menos de un minuto me di cuenta de que no lloraba por ti
sino por él mismo. De que uno llora de ese modo cuando alguien se muere después
de abandonarlo, cuando uno se imagina que no fue ninguna enfermedad sino el abandono
el que carcomió al muerto hasta convertirlo en una cáscara salada y quebradiza,
el que lo hizo querer morirse hasta lograrlo. Aunque luego se arrepintiera de morir.
Era como si con esa forma de llorar te estuviera golpeando
después de muerta, pateándote el cuerpo incapaz de moverse y devolver los golpes.
Nunca soporté que te pegaran. La primera vez que mi papá lo hizo me aventé a sus
piernas y le mordí una pantorrilla. Ese día se me cayó un diente que quedó pegado
en sus pantalones.
Sé que él se arrepintió sinceramente del empujón con
que me lanzó bajo la mesa, por eso no le guardé rencor. También supe que tenía que
defenderte, como si tú no tuvieras los mismos dientes que yo para morder. Como si
mis quijadas fueran una extensión de las tuyas, que en ese momento estaban impotentes,
ocupadas en abrirse para sacar quejidos, en pedir que no te pegaran más.
Así te imaginé, viendo al ex novio sonarse la nariz
frente a la urna cuadrada con tu nombre. Quise gritarle que parara. Quise aventármele
y morder, enterrar los dientes en su cuello y dejarlos todos ahí incrustados, sin
posibilidad alguna de salir de su carne inflamada y dolorosa. Pero entonces hice
algo que no entendí hasta mucho después que todo había pasado, hasta que volví a
pensar en las hormigas de tu almohada.
Mientras tu ex novio lloraba, me le acerqué por la
espalda y lo siguiente que supe fue que lo estaba besando en la boca, que metía
los dedos entre sus cabellos y me apretaba contra él. Me separé y él me dijo, después
de un momento corto pero silencioso y estúpido: –besas como ella– . Y tampoco dijo
tu nombre.
Me metí a la recámara y no supe a qué hora se fue.
No supe cuándo sonó la puerta pero ya era muy tarde. Mi mamá se asomó y dio un suspiro
rápido y ruidoso. Abrió mucho los ojos cuando, con una voz distinta, le pedí algo
de comer. Yo quería pan y una taza de café negro pero ella me trajo galletas y chocolate
frío. –Te gusta lo mismo que a ella– dijo, y se llevó a la boca una galleta que
le arrebaté de los dedos. Mi mano, por sí sola, agarró la galleta y la devolvió
al plato, rápida como la lengua de los sapos que cazan insectos para comer. –Perdóname–
dije yo, y mi boca dijo –déjame aquí sola–. Ella salió.
Mis manos rompieron las galletas, las pusieron a deshacerse
en tu vaso de chocolate y comencé a comer con los ruidos que tú hacías. En el espejo,
mi cara me miró con unos ojos hundidos, con unas pupilas oscuras y huecas. Tapé
el espejo con la colcha de tu cama y recordé a las hormigas desaparecidas. Pensé
entonces que se habían largado llenas de furia, frustradas al tener ahí la ofrenda
de los chocolates y no podérselos comer. ¿Por qué las hormigas no habían tocado
los chocolates? Imposible que no pudieran, siendo tan pequeñas, meterse entre la
envoltura para comer hasta hartarse. Pensando en eso me quedé dormida.
Esa noche no te soñé. En tu lugar, mi cara del espejo
habló con tu voz y desde ahí me dijo: –para comer hay que tener boca… para tocar
hay que tener cuerpo…
Cientos de hormigas vestidas de enfermeras entraron
al cuarto y me pusieron agujas en los brazos, me dieron cucharadas de galleta deshecha
en chocolate, me besaron en la boca y luego lloraron por mí. Las hormigas velaron
mi cuerpo y lo enterraron en las sábanas de tu cama.
Cuando desperté en este cuarto de hospital, con la
cara vendada y el brazo atravesado por la aguja del suero, entendí que había dormido
demasiado, aunque mi mamá dice que pasaba despierta varias horas al día. La causa
era una enfermedad rara y engañosa, que convirtió mi cara en una hinchazón deforme,
en una llaga abierta… una enfermedad que me hizo delirar por algún tiempo. El doctor
que viene a verme diario dijo que era normal, aunque no tan común, que hubiera crecido
varios centímetros en pocos días. Que eso a veces pasa en la convalecencia de los
jóvenes. El doctor supuso que me había curado la tarde en que canté para él, porque
todos saben que canto como tú y ya nadie se asusta por eso. Tu ex novio me trajo
flores.
He
pasado dos días y dos noches sin dormir un solo minuto para acabar de acostumbrarme.
Ya no es tan extraño cuando mi voz sale sin que yo sienta, para decir cosas que
no estoy diciendo. Cuando mis manos se mueven solas para marcar el teléfono de tu
ex novio y abrazarlo cuando llega.
Quise mis pantalones azules y el suéter rojo para
regresar a la casa, pero mi mamá me explicó, con testigos, que había pedido tu falda
negra y tu suéter verde, que ya no me quedan grandes sino perfectos, tal como la
ropa que uno usa muy seguido.
Mi boca pidió que todos salieran de aquí para poder
vestirme y, sin esperar al doctor, mis manos comenzaron a deshacer el vendaje de
la cara. De todos modos, yo ya sabía lo que iba a ver en el espejo del baño. Me
preparé, más bien, para lo que dirían o harían los otros, para las cosas que tratarían
de explicarse.
Yo sé que, desde tu muerte, diario y a todas horas
me ocupé en pensar que una cuerda larga se amarraba a ti para jalarte, para traerte
desde no sé dónde. Tal vez alguien dirá que fue un milagro, y yo sé ahora que un
milagro es algo imposible que pasa en contra de todo, que lo cambia todo, que no
tiene perdón.
Mis manos descubrieron tu cara en el espejo y yo te
sonreí con tus labios.
Salgo
del cuarto y los miro ahí: ojos abiertos, bocas abiertas que no alcanzan a gritar.
Mi mamá que, al fin, me dice tu nombre. Tu ex novio, que lo repite con una voz tan
pálida como sus mejillas. Los demás, que callan. Luego se niegan a seguir viendo
la cara que reconocen y se detienen todos a mirar el suéter verde mientras yo descanso.
Mientras yo me lleno de alegría porque finalmente cumplí la promesa. Porque, como
te lo dije entonces: te salvé… y te he traído de regreso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario