William Carlos Williams
Eran unos pacientes
nuevos, todo lo que sabía era el nombre, Olson. Por favor, venga lo más rápido
que pueda, mi hija está muy grave.
Cuando
llegué salió a recibirme la madre, una mujer enorme de aspecto asustado y muy
limpio, que se disculpó y dijo simplemente: ¿Es usted el médico?, y me hizo
entrar. Una vez en el fondo añadió: debe disculparnos, doctor, la tenemos en la
cocina donde está más caliente. A veces aquí hay mucha humedad.
La
niña estaba completamente vestida y sentada en las rodillas de su padre cerca
de la mesa de la cocina. El hombre intentó levantarse, pero le hice el gesto de
que no se molestara, me quité el abrigo y me puse a echar un vistazo. Notaba
que todos estaban muy nerviosos y que me miraban de arriba abajo con recelo.
Como suele pasar en esos casos, no me decían más de lo necesario, me tocaba a
mí informarles; para eso iban a pagarme tres dólares.
La
niña casi me comía realmente con sus ojos fríos, fijos, y sin ninguna expresión
en la cara. No se movió y parecía, interiormente, tranquila; una criatura
extraordinariamente atractiva, y en apariencia tan fuerte como una novilla.
Pero tenía la cara encendida, respiraba agitadamente, y me di cuenta de que
tenía mucha fiebre.
Tenía
un magnífico y abundante pelo rubio. Una de esas niñas de foto reproducidas a
menudo en los prospectos de anuncios y en los suplementos dominicales en
fotograbado de los periódicos.
Lleva
tres días con fiebre, empezó el padre, y no sabemos de dónde procede. Mi mujer
le ha dado cosas, ya me entiende, como hace la gente, pero no sirvieron de
nada. Y ha habido muchas epidemias por aquí. Conque será mejor que la reconozca
y nos diga qué tiene.
Como
suelen hacer los médicos empecé a disparar preguntas para empezar. ¿Ha tenido
dolor de garganta?
Ambos
padres contestaron al unísono: No… No, ella dice que la garganta no le duele.
No
te duele la garganta, ¿verdad?, preguntó la madre a la niña. Pero la expresión
de la pequeña no cambió ni apartó sus ojos de mi cara.
¿Ha
mirado usted?
Lo
he intentado, dijo la madre, pero no consigo ver nada.
Como
le decía, ha habido unos cuantos casos de difteria en el colegio al que iba la
niña durante aquel mes, y todos, al menos aparentemente, pensábamos en eso,
aunque ninguno había hablado todavía de la cuestión.
Bien,
dije yo, supongo que le echaré una ojeada a la garganta antes de nada.
Sonreí
del modo más profesional y después de preguntar cómo se llamaba la niña, dije:
Mathilda, abre la boca y déjame verte la garganta.
Nada
que hacer.
Venga,
vamos, insistí pacientemente, sólo tienes que abrir mucho la boca y dejarme
echar una ojeada. Mira, dije, abriendo las dos manos, no tengo nada en las
manos. Ábrela y déjame ver.
Es
un hombre muy bueno, intervino la madre. Fíjate en lo amable que es contigo.
Vamos,
haz lo que te dice. No te va a hacer daño.
Al
oírlo me rechinaron los dientes, molesto. Si al menos no hubieran utilizado la
palabra “daño” quizá habría podido conseguir algo. Pero no me permití andar con
prisas o sentirme molesto, así que hablaba tranquilamente y lentamente me
acerqué de nuevo a la niña.
Cuando
acercaba la silla, de repente con un movimiento felino las dos manos de la niña
salieron disparadas a clavarse instintivamente en mis ojos y casi los alcanzan.
De
hecho mandó mis gafas por el aire, que cayeron sin romperse, como un metro más
allá, en el suelo de la cocina.
La
madre y el padre casi se deshicieron pidiendo disculpas avergonzados. Eres una
niña muy mala, dijo la madre, agarrándola por un brazo y dándole unos meneos.
Mira
lo que has hecho. Un hombre tan bueno…
Por
el amor de Dios, interrumpí yo. No le diga que soy un hombre bueno. He venido a
verle la garganta por si acaso tiene difteria y pudiera morir de ella. Pero eso
a ella no le importa. Escucha, le dije a la niña, vamos a mirarte la garganta.
Eres lo bastante mayor para entender lo que te digo. ¿Vas a abrir la boca ahora
mismo o te la tendremos que abrir?
Ni
un movimiento. Ni siquiera varió su expresión. Su respiración, sin embargo, se
hizo más rápida. Entonces empezó la batalla. Yo tenía que hacerlo. Necesitaba
hacer un cultivo de su garganta por su propio bien. Pero antes les dije a los
padres que era una cuestión suya por completo. Expliqué el peligro, pero que no
insistiría en reconocer la garganta mientras ellos no se responsabilizaran.
Si
no haces lo que dice el médico tendrás que ir al hospital, le reconvino
seriamente su madre.
¿Ah,
sí? Tuve que sonreír para mí mismo. Después de todo, ya me había enamorado de
aquella fierecilla, sus padres me resultaban despreciables. En la lucha que
siguió cada vez se volvieron más abyectos, desagradables, mientras la niña
alcanzaba las más elevadas alturas de una loca furia nacida del terror que yo
le producía.
El
padre hizo todo lo que pudo, y era un hombre grande, pero el hecho de que fuera
su hija, su vergüenza ante su comportamiento y su temor a hacerle daño, hizo
que la soltara justo en el momento crítico varias veces cuando yo casi
conseguía mi propósito, hasta que me entraron ganas de matarlo. Pero su miedo a
que pudiera tener difteria le hizo decir que siguiera, que siguiera aunque él
mismo vacilaba, mientras la madre se acercaba y se alejaba de nosotros alzando
y bajando las manos en una agonía aprensiva.
Colóquela
delante de usted, en el regazo, ordené, y agárrela por las muñecas.
Pero
en cuanto lo hizo, la niña soltó un grito. Me estás haciendo daño. Suéltame las
manos. Suéltalas, te digo. Luego chilló histéricamente aterrada. ¡Para! ¡Para!
¡Me vas a matar!
No
creo que la niña lo pueda resistir, doctor, dijo la madre.
La
soltaste tú, le dijo el marido a la mujer. ¿Quieres que la niña muera de
difteria?
Acérquese
usted y agárrela, dije yo.
Luego
sujeté la cabeza de la niña con la mano izquierda y traté de meterle el
depresor de madera entre los dientes. Ella se resistió, con los dientes
apretados, desesperadamente. Pero ahora yo me había puesto furioso… por culpa
de una niña.
Traté
de contenerme pero no puede. Sabía cómo abrir una boca para reconocer una
garganta. E hice todo lo que pude. Cuando por fin metí la espátula de madera
entre los dientes y casi alcanzaba la cavidad de la boca, la niña la abrió un
instante pero antes de que yo pudiera ver nada, la volvió a cerrar y agarró la
espátula de madera entre los molares reduciéndola a astillas antes de que yo
pudiera sacarla.
¿No
te da vergüenza?, le gritó su madre. ¿No te da vergüenza comportarte así
delante del médico?
Deme
una cucharilla de mango liso cualquiera, le dije a la madre. Vamos a terminar
con esto.
La
boca de la niña ya estaba sangrando. Tenía un corte en la lengua y soltaba
chillidos histéricos. A lo mejor yo debería haber desistido y regresado dentro
de una hora más o menos. Sin duda habría sido mejor. Pero había visto al menos
dos niños morir en la cama por falta de atención en casos así, y considerando
que debía hacer un diagnóstico ahora o nunca volví a la carga. Pero lo peor de
todo era que yo también había perdido la razón. Podría haber hecho pedazos a la
niña y disfrutar haciéndolo. Era un placer atacarla. Me ardía la cara.
Hay
que proteger a la fierecilla de su propia estupidez, se dice uno a sí mismo en
esos casos. Otros deben protegerse contra ella. Es una necesidad social. Y
todas esas cosas son verdad. Pero una furia ciega, una sensación de vergüenza
de adulto, alimentada por un deseo de relajación muscular son eficaces. Uno va
hasta el final.
En
un irracional y definitivo asalto conseguí dominar el cuello y las mandíbulas
de la niña. Forcé la pesada cuchara de plata más allá de sus dientes y alcancé
la garganta hasta que ella tuvo náuseas. Y allí estaba: las dos amígdalas
cubiertas de membranas. La niña había luchado valientemente para impedirme
conocer su secreto.
Había
estado escondiendo aquella garganta enferma al menos durante tres días,
mintiéndoles a sus padres con objeto de evitar un final así.
Ahora
estaba furiosa de verdad. Antes había estado a la defensiva pero ahora atacó.
Trató de soltarse de su padre y saltar hacia mí mientras lágrimas de derrota le
llenaban los ojos
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