Guillermo Martínez
El
hombre que me abre la puerta es viejo, aunque no de los más viejos que me han tocado.
Tiene unos ojos fatigados, con esa fragilidad algo acuosa de la edad, pero la mirada
es lúcida, casi hiriente, y sus maneras son dignas y calmas. Cierra la puerta y
se mueve con lentitud de regreso a su sillón, como si fuera un trayecto peligroso
en el que tuviera que poner sumo cuidado; sólo cuando logra sentarse me indica otro
sillón enfrente de él. Se sirve un vasito de licor de una botella facetada con una
mano que tiembla ligeramente. Un Parkinson todavía controlable.
–Discúlpeme por la hora –me dice–; espero no
haberlo despertado.
–No, duermo muy poco –lo tranquilizo–. Y realmente
quería salir, en todo el día no había tenido llamados.
–¿No llaman mucho, entonces? –sus párpados
se alzan un poco; las pupilas son de un color celeste acerado, pero a la luz de
la lámpara se ven casi grises.
–Sí llaman. Bastante. Más de lo que nadie hubiera
supuesto en un principio. Sólo que no me llaman a mí.
–Entiendo –dijo–: vi los otros avisos. ¿Qué
prefieren? ¿Mujeres? ¿Sacerdotes?
–Mujeres, supongo, sí. Pero no en un sentido
sexual, casi nunca. Buscan caras parecidas. A la madre, a una antigua novia; alguien
que les recuerde a un ser querido. Pero también hay modas. Muchos piden enfermeras,
o médicos.
–¿Y quiénes lo piden a usted? –su mirada parece
por un momento irónica pero la atenúa enseguida una sonrisa cortés.
–Ex académicos, sobre todo. Universitarios,
escritores. Gente que todavía tiene bibliotecas, como usted, y quieren una conversación
“filosófica”.
–No, no se preocupe, nada de conversaciones.
Sólo quiero terminar mi copita. ¿Puede creer que ellos intentaron enviarme un verdadero
filósofo?
–Bueno, se supone que tienen que intentarlo
todo. ¿Cuántos embajadores tuvo?
–¿“Embajadores”? ¿Así los llaman? –se sonríe
y mueve la cabeza–. A veces pueden ser graciosos. Fueron siete en total, llevé la
cuenta. Son verdaderamente ingenuos, estuve a punto de escribir un último ensayo:
el desfile de las razones para seguir. Me enviaron incluso una prostituta, una chica
joven. Joven de verdad. Tuve que decirle: M’hijita, podría haberlo considerado…
¡hace cien años!
–En general envían sólo tres. Pero escuché
hablar de casos como el suyo. Son los que consideran una anomalía. Usted no es tan
viejo, no parece enfermo, ni perdió las facultades mentales: yo veo únicamente un
Parkinson muy suave.
–Sí, estoy sano, eso los desesperaba sobre
todo. En un momento llegué a pensar que en realidad me estaban estudiando, debajo
de distintos disfraces. O que era una clase de trampa legal, y que nunca dejarían
de sucederse, uno tras otro. Pero evidentemente se resignaron, esta mañana me llegó
el permiso oficial. Me dediqué a buscar la persona apropiada toda la tarde. Vi muchos
avisos en la red, pero no sabía a quién llamar. Del suyo me gustó el título: Un
final definitivo. Eso es exactamente lo que quiero: que sea definitivo– suspira
y deja en la mesa el vasito vacío–. ¿Lo tiene en el maletín?
Sus ojos vuelven a mirarme y otra vez me llama
la atención el color cambiante de las pupilas bajo la luz. Apoyo el maletín en la
mesita y lo abro con cuidado. Parece decepcionado al ver sólo una jeringa.
–No –dice–: tiene que ser algo más drástico.
Si no le parece mal, voy a buscar mi escopeta. No pienso dejarles el cerebro. Son
como buitres y están en todas partes: en las morgues, en los cementerios, en los
hospitales. Sé que se infiltran incluso entre ustedes para recuperar la masa encefálica.
–Como usted quiera –digo.
Lo dejo incorporarse y caminar dos pasos, hasta
que me vuelve la espalda. Me acerco por atrás, le paso el brazo izquierdo debajo
del cuello, abro la palma sobre la nuca y empujo con fuerza hacia adelante. Es el
procedimiento alternativo, y se supone que preserva por unos minutos el flujo sanguíneo
a la cabeza. Llamo por teléfono mientras doy vuelta con una mano el cuerpo delgado
y reseco. Alzo con cuidado uno de los párpados para mirar la pupila de cerca.
–¿Recuperable o irrecuperable? –me preguntan.
–Recuperable –contesto–. Pero cambié de idea
sobre el trato. Prefiero quedarme con algo para mi colección.
–Sólo puede ser algo externo –me advierten.
–Los ojos –digo–. Creo que son antiguos. Creo
que son auténticos ojos humanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario