Iván Efremov
Al abandonar la biblioteca, el profesor Kondrásev subió al piso superior y
se fue a su laboratorio. Un pasillo largo con numerosas puertas blancas a ambos
lados estaba a medias iluminado y silencioso. Solamente unos pocos colaboradores
estaban entretenidos terminando algún trabajo urgente.
El profesor se fue a la mesa, metida entre dos
estanterías de productos químicos y se dejó caer cansado en el sillón. Los
mecheros de gas producían un rumor apenas perceptible. Un matraz y unos vasos
brillaban con limpieza química que hacía temblar a los profanos. El aspecto
irreprochable de las instalaciones, adecuadas para las reflexiones y los
experimentos, tranquilizaba, con lo que desapareció el poso amargo que había en
el alma del profesor. Una vez más revisó los principios fundamentales del
último libro que había publicado, tratando de valorar sin pasión las
observaciones que la crítica le había hecho.
En este libro el profesor Kondrásev insistía en la
necesidad de estudiar ampliamente las propiedades descubiertas en las
diferentes plantas, en particular, en los antiguos tipos de plantas que
parecían supervivencias, reliquias de épocas más antiguas, de la vida de la
Tierra. Semejantes plantas que crecen ahora en países tropicales y
subtropicales, pueden ser portadoras de propiedades muy importantes y valiosas,
que se han ido elaborando en la adaptación a diferentes condiciones de
existencia hace decenas de millones de años. En calidad de ejemplo, el profesor
citaba plantas que poseían una madera preciadísima y que eran restos del
terciario antiguo hace sesenta millones de años: aquí, en Transcaucasia, el boj
y la retama, en los países del sur, el roble indio, el greenheart;
el árbol negro africano, el gingko japonés, con sus propiedades terapéuticas
todavía no estudiadas y que existe hace más de cien millones de años. El ginseng,
resto del periodo terciario…
Este trabajo del profesor Kondrásev se vio seriamente criticado
por sabios respetables y ahora, silencioso, taciturno, reconocía que las
críticas, en buena parte, eran justas. Las bases del trabajo se fundaban
especialmente en fuertes convicciones, pero escaseaban los datos materiales
exigidos por las férreas leyes del pensamiento científico. Al mismo tiempo, el
profesor Kondrásev estaba convencido de la corrección de su tesis. Sí, más que
en hechos convincentes…
¡Si tuviera a las manos las pruebas de la existencia real
del “árbol de la vida” de la Edad Media! En el siglo XVI e incluso en el
XVII aún se conocía este árbol que poseía propiedades milagrosas inexplicables.
Las tazas y las copas hechas con su madera convertían el agua echada en ellas
en bebida maravillosa de color azul celeste o dorado como el fuego, que curaba
muchas enfermedades. El origen de este árbol y su aspecto quedaron sin
explicar. El secreto estaba en manos de los jesuitas que regalaron a los reyes
tazas mágicas de madera, consiguiendo de ellos donaciones y privilegios.
El árbol aparece en los viejos libros de Monardes,
editados en Sevilla en 1754. Atanasio Kircher lo registra también, en latín, “lignum
vitae” o “lignum nefriticum” que se traduce como “árbol de la
vida” o “árbol nefrítico”.
Unas fuentes afirmaban que procedía de México, otras que
de las islas Filipinas. Efectivamente, los aztecas conocieron un árbol curativo
milagroso, llamado “cóatl” (agua de serpientes). El profesor
recordó los experimentos publicados que se realizaron con tazas del árbol
nefrítico por el famoso Boyle, quien describe los fenómenos de
luminiscencia azul del agua echada en el vaso y que ya entonces advirtió que no
se trataba de un color, sino de un fenómeno físico inexplicable.
–¿Se puede, Constantino Arcádievich? –se oyó una voz
conocida de mujer, y por la puerta aparecieron los bucles radiantes y la nariz
respingona de Eugenia Panova.
Investigadora científica capacitada y a la vez una mujer
bonita, Panova no sólo tenía éxito entre la juventud, sino incluso entre los
colaboradores respetables por la edad. El profesor Kondrásev, sin saber los
motivos, gozaba de su especial simpatía.
–Escuche, querido Constantino Arcádievich, no se ponga
triste… Ya sé por qué sufre… Me parece que usted posee ya perfectamente ese
nivel científico que viene definido por los efectivos reales.
–Reconozco que soy impaciente –masculló entre dientes
Kondrásev, afectado por la observación y disgustado por la intromisión–. Usted
todavía puede esperar pero a mí ya no me queda mucho tiempo. En el mundo no
existen los milagros ni los descubrimientos repentinos. Sólo el lento trabajo
de aprender, a veces triste…
Deseando cortar la conversación, Panova sacó del bolso
dos entradas.
–Constantino Arcádievich, vámonos a la sociedad
filarmónica. Hoy tendremos Chaikovski, mi pieza preferida, “El abedul”.
También a usted le gusta. Nos llevará Sergio Semiónovich que sale ahora mismo. Vine
a buscarlo… –y sonrió afectuosa.
A las nueve ya estaban en la sociedad filarmónica. Los
violines cantaban a la naturaleza rusa inmensa, a la quietud de los ríos lentos
y anchurosos, enmarcados en bosques oscuros, bajo las nubes sombrías de escasa transparencia,
el temblor del verde fresco de los abedules esbeltos, promesa gozosa…
Y Kondrásev, conforme con su impaciencia, pensaba en el
empuje incontenible de la ciencia, que sigue extendiéndose más y más por las
planicies sin límites de lo desconocido, cautivando cada vez a más y más
personas…
–Siempre que mi espíritu se encuentra agobiado, me voy a
escuchar música –susurró Panova.
El profesor sonrió y la miró ya complacido. En el
descanso, cuando iban por el pasillo, de entre las personas que venían de
frente, se destacó un hombre moreno con uniforme de marino. Kondrásev advirtió
el insólito color tostado de su rostro enérgico y los ojos alegres,
chispeantes. El marino o, mejor dicho, el aviador de marina, a juzgar por las
alas que llevaba en las mangas, viendo a Panova, al momento se puso delante de
ellos gritando:
–¡Eugenia, Eugenia!
La chica, ruborosa corrió a su encuentro, pero
conteniéndose al momento le dio las dos manos:
–¡Boris! ¿Cómo tú por aquí?
El profesor pensó que estaba allí de más y se fue al
salón de fumadores. Tuvo tiempo de acabar su cigarro antes que Panova y el
aviador lo buscaran.
–Los voy a presentar. Boris Andriéievich, mi gran, gran
amigo. Ha de saber, Constantino Arcádievich, que ha volado muy lejos y que
acaba de llegar. Dice que ha visto algo extraordinario. Parece, realmente, una
cosa de milagro, eso que usted negaba hace poco… Lo que resulta formidable es
que haya venido a buscarme aquí… Y no hace más que tres horas que llegó… –decía
la chica precipitada y un poco incoherente.
El aviador estaba radiante de alegría…
El profesor estrechó gozoso la mano del marino, cuyo
aspecto agradable… sí, indudablemente producía una impresión agradable.
Intercambiaron las palabras corrientes habituales en
personas que se hablan por primera vez, pero la joven interrumpió impaciente:
–Boris, no entiendes… si existe entre nosotros un hombre
siquiera capaz de explicar el descubrimiento extraordinario que has hecho, ese
hombre es Constantino Arcádievich.
Los tres llegaron al piso del profesor donde el aviador contó el viaje con
pelos y señales. Ya el comienzo del relato hizo que el profesor escuchara
atento y satisfecho.
Sólo hace dos meses y medio el aviador marino Boris
Andriéievich Sierguievski, joven pero ya al mando de un puesto importante, fue
encargado de una misión de responsabilidad. Más tarde, cuando se pueda publicar
lo que ahora debemos mantener en secreto, semejantes empresas entrarán en la historia
como ejemplos del valor indomable de sus realizadores y de la sabia
clarividencia del mando.
Boris Andriéievich fue enviado a un vuelo largo sin
escalas para llevar una carga valiosa. Su llegada rápida contaba mucho en los
complicados avatares de la guerra con los fascistas.
El día oscuro correspondía con el cuadro triste del ambiente. Las casas
del poblado se perdían entre los grandes abetos sombríos. Por todas partes se
veían tocones recién cortados. Nubes opacas lo envolvían todo alrededor y,
posándose, se extendían por las mismas copas de los árboles en jirones raros y
sin forma. La hojarasca podrida despedía un fuerte olor, los pies chapoteaban
en el suelo cenagoso y blando y una gruesa capa de musgo se asentaba con una desagradable
flexibilidad silenciosa. Los pasos adquirieron soltura sólo en la cinta gris,
sucia, del camino asfaltado, salpicado por doquiera de los anillos irisados de manchas
aceitosas.
Sierguievski echó gozoso una mirada a su aparato que ya
rodaba, preparado para el despegue. El avión era alto, como de pasajeros. A los
costados de su grueso fuselaje llevaba unas ventanillas. Por delante terminaba
en un cono metálico compacto, cortado en su parte superior por una franja
acristalada. Las alas levantadas, largas, llevaban dos motores cada una,
protegidos por anchos anillos de duroaluminio bruñido. Sus hélices de tres
palas se movían despacio. Detrás destacaba claramente un timón muy alto. Con su
brillo plateado, desnudo, el avión era incitadoramente bello, como un albatros
insolente.
Del aeropuerto llegó la orden de partir. Sierguievski
echó una mirada a los rostros severos y serios de los acompañantes y sonriendo
miró el reloj. Todo estaba listo. Las últimas chupadas, que tan bien saben, y
el cigarro cayó en un charco. Sierguievski se fue decidido al avión.
Terminó la tensión ansiosa de la larga y minuciosa
preparación. Llegó la hora de hacer. Respirando tranquilamente, el piloto echó
una ojeada al cielo triste. Allí, tras las nubes, a esa gran altura, adónde
llevará su albatros, luce espléndido un sol de verano…
Unas órdenes precisas y las puertas herméticas se
cerraron de golpe. Un suave silbido de la llave del nivel de presión del aire,
verificada por el radista, y todo se sumergió en el rugido ensordecedor de los
motores de mil caballos.
El albatros plateado de veinte toneladas despegó ligero,
obediente al movimiento apenas perceptible de la mano del piloto, y casi al
instante desapareció en la bruma impenetrable de las nubes. El giroscopio del
panel gris mate del piloto automático señaló una fuerte inclinación. Las agujas
de los altímetros se elevaban sin cesar. La niebla, que tapaba las ventanas, de
repente comenzó a clarear, se transformó en una bruma ligera, pajiza y luego la
luz brillante del cielo penetró por los cristales inclinados. El espesor
perforado de las nubes quedaba debajo del avión. Las cimas de las masas
caóticas de nubes no cedían en blancura a la nieve, con hondonadas azules y
hendiduras de gris oscuro. A siete mil metros Sierguievski mantuvo el rumbo,
puso los motores a la velocidad de crucero y conectó el piloto automático.
El piloto segundo, Yemieliánov, que ocupaba el asiento de
la derecha, se quitó los auriculares y frunciendo la frente con entradas, trató
de aliviar la tensión forzada. El marino que se sentaba detrás de Yemieliánov
hojeaba tranquilamente una agenda.
Sierguievski se echó en un sofá blando, mirando de vez en
cuando el instrumental. Por delante había millas de recorrido sobre el océano
antes de que bajo las alas encontraran tierra extranjera, pero hospitalaria. El
reloj que había sobre el vano del cristal central marcaba las ocho. Media hora
más y empezaría la zona de peligro.
Allí, en el azul de un cielo tranquilo, andan piratas
alemanes del aire. Aunque el albatros gigante iba armado con cuatro
ametralladoras, el encuentro con los veloces “messer” suponía un peligro
terrible.
Sierguievski pensaba no en sí mismo sino en la preciada
carga que estaba en la cabina a su espalda. Entre tanto los compañeros de Sierguievski
estaban tranquilamente ocupados en sus obligaciones sin hablar y hasta sin
cambiar gestos. Parecía como si todos, sin decirlo, se hubieran puesto de
acuerdo para no hacer ningún juicio hasta dejar atrás la zona de peligro. El
mecánico era el que tenía un aspecto más preocupado. Seguía, concentrado, las
infinitas agujas de los aparatos.
El albatros plateado volaba a una gran velocidad. Serenos
y regulares zumbaban sus motores. Como antes una espesa capa de nubes pendía
entre la tierra y el avión. A veces se veían en ellas quebradas de azul obscuro
con los extremos rotos. Por ellos se veía una tierra lejana, sin interés para
los hombres del avión. Desde la altura de vuelo parecía un campo llano,
sombrío, sin ningún pormenor.
Así pasó una hora y estaba terminando la segunda. El
avión se encontraba ya bien metido en la zona de peligro, cuyos límites, por
desgracia, eran demasiado grandes. Los tiradores miraban escrutadores, hasta
sentir dolor de ojos, por el azul límpido del cielo y la blancura de las nubes.
A las diez y veinte Sierguievski bruscamente se irguió en el sofá y se agarró
fuerte al timón:
–¡Atención! ¡Tres aviones enemigos!
Por delante, a lo lejos, ante un declive blanco de las
nubes rizadas, aparecieron tres puntitos negros, chiquititos. Una voluntad
imperiosa de luchar unió a todo aquel grupo minúsculo de personas encerradas
herméticamente en una cabina espaciosa.
Yemieliánov, mirando con los binoculares, de pronto,
fuerte y despectivo exclamó:
–Éstos no nos asustan, Boris.
Otra vez los miles de caballos y las miles de
revoluciones sacudieron el avión. Corría hacia la derecha la aguja del
indicador de velocidad de ascensión. El velocímetro vacilaba hacia la
izquierda. Los aviones enemigos se aproximaban abriéndose hacia los costados.
Por fin Sierguievski acabó de subir y el aparato siguió hacia adelante con la
velocidad anterior, dejando abajo a los lóbregos perseguidores que en vano
trataban de alcanzar su techo.
Una blanca llanura de nubes que se esfumaba allá abajo,
se deshizo en jirones gigantes hinchados. Debajo como una hoja oscura de estaño
estaba el mar y a la izquierda, una franja similar, aunque de tinte más
obscuro: era tierra firme con sus recortes caprichosos.
El avión avanzaba más y más, cortando la zona de peligro.
Se varió el rumbo. Enfilando hacia el sur, Sierguievski aumentó la velocidad.
Un poco más y el aparato se internó en el océano, abandonando la zona de
actividad del enemigo. La lisura infinita del océano parece como si hubiera
detenido el avión con su uniformidad abrumadora. Desde siete mil metros las
olas no se apreciaban. Delante se veía un frente nuboso que anunciaba un cambio
en las condiciones del vuelo que hasta ahora había sido tranquilo. Pero el
cambio se produjo antes.
Habían volado más de tres mil kilómetros cuando en el
aire surgieron nuevamente los amenazadores puntitos negros, y lejos, muy lejos,
abajo aparecieron las siluetas diminutas de unos barcos de guerra. Dos aviones
enemigos levantando el morro empezaron a coger altura, mientras que el tercero
se mantenía delante, un poco más alejado, junto al extremo encorvado de una
nube larga y compacta. Parece como si el tiempo hubiera interrumpido su marcha
acompasada.
Todo lo que vino después transcurrió como en un segundo
de increíble tensión. Los disparos sordos de las descargas de ametralladora que
azotaban el avión por el fuselaje apenas llegaban entre el ruido de los
motores. Sierguievski inclinó el aparato y viró bruscamente hacia la izquierda.
Simultáneamente empezaron a rugir las ametralladoras de las dos torretas. Un
giro más y en un instante frente a la ventana apareció un Messerchmitt que caía
esquinado. Luego el albatros se fue para abajo con un rugido creciente en
picado suave, acercándose rápido al tercer aparato enemigo. De nuevo rugieron
las ametralladoras. Enfrente de Sierguievski volaba algo en llamas, saltaron
por todas partes los pedazos y el albatros penetró en una espesa bruma blanca. Sierguievski
sintió una corriente casi fuerte de aire frío que le azotaba el rostro y comprendió
que en el morro de la cabina había agujeros. El aparato continuaba volando en
una nube impenetrable.
Era motivo de angustia la luz deslumbrante del sol, pero
al encuentro venía avanzando de nuevo un muro de nubes. El brillo del sol, una
y otra vez, se encendía y se apagaba, hasta que por fin el avión se sumergió en
el espesor de nubes de muchos kilómetros que venían del oeste, altas sobre el
océano. Al curso regular siguieron sacudidas que hacían cabecear el aparato. El
aire estaba inquieto como si quisiera expulsar las muchas toneladas de la nave.
El cuerpo de Sierguievski contraído por la tensión se
había debilitado. Niveló el aparato, echó una ojeada a la brújula giroscópica y
se quedó helado de asombro: toda la parte superior del tablero de mando parecía
una aglomeración de materiales de desecho. Sierguievski se volvió. Una ráfaga
de balas perforadoras y explosivas, tras romper la parte delantera de la
cabina, al parecer, debió pasar entre los pilotos y pegar en la base de la
torreta donde iba montado el sistema de radio. El radista yacía en el suelo con
la mano en la mejilla, entre los aparatos destrozados. El mecánico, sin prestar
atención a la sangre que le salía por el hombro, con aspecto pensativo apagó
los fragmentos que ardían débilmente. El segundo piloto, Yemieliánov, se tocaba
serio en el brazo a través de la manga desgarrada del mono. Los oídos estaban
para estallar, faltaba respiración. Había descendido la presión en la cabina
perforada, igualándose con el aire de altura que se atravesaba. Sin aparatos de
oxígeno no podrían mantenerse mucho tiempo a esa altura.
Mientras los compañeros tapaban un ancho boquete en el
morro del aparato y vendaban a los heridos, Sierguievski, convencido de que el
espesor de las nubes era tal que el aparato con la cabina rota no podría
aguantar, comenzó a descender.
La situación del aeroplano era grave ante la pérdida de
los aparatos fundamentales de dirección y el destrozo en la instalación de
radio. Sin sol, volar sobre el océano sin puntos de referencia era casi igual
que volar a ciegas.
Mientras reparaban la aguja magnética que había quedado, Sierguievski
soñaba con el sentido de las aves para orientarse. ¿Qué olfato singular las
dirige en sus vuelos largos en medio de la lluvia y la niebla sobre el mar? ¿Se
desarrolla este sentido en el hombre que se convierte en pájaro?
La brújula magnética, a pesar de la desviación que
claramente se había producido después de semejante sacudida y desplazamiento,
seguía dando, si bien en los límites de un cuarto del horizonte, la línea de
dirección, sin la cual el arte más perfecto del vuelo a ciegas resultaría un
juego peligroso e inseguro…
Oscurecía. Comenzaba una tormenta. Por las ventanas
empezaba a correr el agua. La lluvia azotaba el aparato. La espuma ligera de la
niebla dio paso a un velo oscuro, gris de agua. Yemieliánov y el marino, sin
esperanzas de arreglar la radio, se pusieron a sacar y montar la de emergencia.
El mecánico, balanceándose en el sillón derecho, trataba de reparar los
instrumentos que no funcionaban, pero que habían quedado sanos.
Las tinieblas se hacían más espesas. El avión temblaba
con las fuertes sacudidas. A una altura de doscientos metros las ventanas se
iluminaron: el aparato salió de las nubes. Cincuenta metros más y abajo se
veían las crestas blancas y rizadas de las olas. El océano seguía enfurecido.
Bajo las nubes sombrías, amenazadoras, en una estrecha abertura entre las nubes
y las olas gigantescas, el avión, como verdadero petrel, marcaba su ruta con
fuerza arrebatadora. El aparato recibía embestidas y vacilaba. Los fragmentos y
las cosas no sujetas rodaban por la cabina.
Las ráfagas del viento, apagadas por el fragor de los
motores, con fuerza loca, se estrellaban contra el aparato y se deslizaban
impotentes por las alas pálidas que vibraban sensiblemente. La admirable
construcción del aparato le permitía aterrizar en el agua, pero un aterrizaje
forzoso en la violencia furiosa de las aguas encabritadas sería fatal hasta
para un hidroavión. Por lo demás, los pilotos estaban preocupados ahora por
algo muy distinto: cálculos complicados de posibles errores de la brújula
magnética insegura, la desviación de la nave, el consumo de combustible…
Sierguievski dejó la dirección a Yemieliánov, pues la
herida del segundo piloto era insignificante y se puso a consultar los mapas
con el marino. La radio de emergencia, sin saber por qué, no funcionaba. El
radista, con heridas de importancia, no podía ayudar a los pilotos. El día se
apagaba, la niebla se espesaba sobre el océano y en los auriculares aún no
había sonado ningún radiomensaje de orientación.
–¡Deme el mapa inglés dos mil novecientos veintisiete!
–ordenó Sierguievski.
Las líneas dentadas, azules, rojas de las tormentas y
alisios se entrecruzaban con flechas en la red cuadriculada del mapa. Los
cálculos no eran lo suficientemente exactos. Poco decían las indicaciones de
los instrumentos no averiados. Sin embargo, una costa hospitalaria estaba allá
a lo lejos por delante en una extensión de mil millas.
Desviarse tanto, hacia el sur y hacia el norte, para
evitarla era imposible. Sierguievski, tras sopesarlo todo, quedó tranquilo.
En el techo de la cabina dos foquitos alumbraban
claramente los protectores rotos de los instrumentos. El océano se ocultó
retirándose a las tinieblas que dejaban sólo adivinar la presencia peligrosa
del mar. Ya quedaban detrás miles de kilómetros de desierto acuático y debajo
seguía sin haber otra cosa que olas y más olas, la eterna respiración de la
masa de agua infinita.
El viaje duraba ya más de medio día y el objetivo lejano,
a pesar de la demora del avión por el combate y por las borrascas en el vuelo,
debería estar ya muy próximo. El tiempo pasaba lento, mucho más lento que las
agujas indicadoras del consumo de combustible. Aún quedaban más de tres
toneladas de gasolina en los tanques del avión, pero esto era ya mucho menos de
la mitad de la reserva inicial. El consumo de combustible era demasiado
elevado: el viento de frente impedía que el aparato avanzara a la velocidad
necesaria.
Sierguievski intentó tranquilizarse con ideas razonables:
de todas formas no hay nada que hacer: hay que volar y volar, y luego ya
veremos. El tiempo no favorecía la determinación de la posición. La zona del
ciclón se quedó atrás, pero nubes altas seguían cubriendo las estrellas. La
noche se prolongaba sin término. Sobraba tiempo para los pensamientos
angustiosos, abrumadores. Diecinueve horas de vuelo y todavía no se ven señales
de luces costeras.
Ahora estaba claro que no sólo la tempestad había
detenido el avión, sino que se había producido una desviación del rumbo
correcto. Sierguievski giró un poco hacia el norte; procurando corregir la
supuesta desviación hacia el sur.
Los excelentes motores funcionaban como la primera hora
de vuelo, a pesar de que habían hecho ya tres millones de revoluciones. No
quedaba más que media tonelada de gasolina y seguía sin verse la costa.
Pronto llegó el amanecer. La púrpura solar bañaba medio
océano detrás del avión. Una mañana diáfana parece que iba a llevarse la
esperanza y la alegría. Las agujas indicadoras del nivel de gasolina seguían
corriendo más y más hacia la izquierda, hacia la cifra temible para el piloto,
el círculo blanco del cero con trazo grueso que subraya el símbolo terrible:
¡No queda más combustible!
Parecía inverosímil la ausencia de tierra, pero ésa era
la triste realidad. Un poco más y la fuerza potente de los motores callará, se
detendrán las hélices ligeras que giran locamente y la nave aérea impotente se
desplomará sobre las olas. Las olas, como si aguardaran su presa, armoniosa y
rítmicamente se alzaban de lo profundo del océano, se quedaban quietas un
instante, antes de descender, como si pretendieran alcanzar al avión que volaba
bajo encima de ellas.
La aparición del sol por fin permitió orientarse.
–¡Veintisiete grados de latitud! –exclamó Sierguievski–.
Hemos ido mucho hacia el sur… Lo más importante es la longitud, pero estamos
peor, aproximadamente setenta y nueve occidental… Eh, compañeros, tiene que
verse tierra.
El piloto cogió altura. Efectivamente, apenas
perceptible, semejante a la cresta inmóvil de una ola elevada, surgió en el
horizonte una franja oscura. En ella se clavaron las miradas de unos ojos
encendidos, cansados. Yemieliánov alzó los prismáticos y Sierguievski vio cómo
el piloto suspiraba con alivio. La franja se oscurecía y agrandaba. Su extremo
superior era entrecortado. Se descubrían cimas redondas de montañas o colinas.
Veinte minutos más y la blanca espuma de la resaca se
veía con claridad. Los motores, consumiendo los últimos litros de combustible,
sonaban con estruendo al coger altura para el minuto decisivo del descenso
forzoso. No se podía aterrizar en el agua junto a la costa. Las olas poderosas
se estrellaban contra los chatos salientes de las piedras oscuras.
Arremolinándose en los acantilados y en las quebradas, retrocedían sinuosas las
corrientes de espuma.
Más arriba de la franja del rompiente se alzaba la orilla
con salientes tallados, con una alfombra espesa verde por las pendientes
abiertas hacia arriba de barrancos y valles poco profundos. Tampoco esto tenía
traza favorable para un aterrizaje feliz.
Tras las montañas costeras descendía el terreno, y por lo
que se podía ver, estaba cubierto de bosque frondoso. En algunas partes
brillaban al sol las manchas cristalinas de un agua pantanosa. A la derecha, en
los destellos del mar, muy lejos al norte, salía un cabo estrecho, donde se
adivinaba una elevación blanca, obra del hombre, posiblemente, la torre de un
faro.
Sierguievski advirtió ya claramente los árboles que se
dibujaban en la orilla. Las agujas temblaban en el cero. Los compañeros de Sierguievski
con todas sus fuerzas accionaban la bomba de mano, sin quitar los ojos del
comandante. A la izquierda la costa torcía hacia tierra adentro y se alejaba
del oeste. El aparato sobrevoló el cabo crestado y largo cubierto de palmeras.
En este momento, de repente, se hizo silencio. Los motores se pararon. Sólo el
que estaba al extremo izquierdo produjo algunas explosiones como si fueran
disparos. Delante de las alas se agitaron los álabes de las hélices, como
advirtiendo que ya no podrían sostener más la nave en el aire.
–¡Saltar de uno en uno por la puerta de la izquierda!
Yemieliánov, da las órdenes –dispuso Sierguievski mientras empujaba el timón
hacia delante, llevando la pesada máquina hacia abajo y siguiendo la línea de
la pendiente, tratando de prolongar al máximo el descenso y al mismo tiempo
evitar la pérdida fatal de velocidad.
En un silencio terrible descendía el aparato. Vaciló. A
la derecha se enroscaban verticales los verdes salientes de los montes. Un poco
más y el brillante metal del hermoso pájaro se estrujará, volará en pedazos
informes junto con los cadáveres destrozados de los tripulantes. Pero la
tripulación del avión callaba, conteniendo la respiración, sin decidirse a
abandonar la maravillosa máquina y confiando en la pericia del piloto. Pero Sierguievski,
una vez dada la orden, sin pensar más en la gente, no tenía otra idea que la
esperanza de salvar el avión y su carga. La tierra estaba a dos o tres
segundos…
Pero el piloto divisó allí una pequeña bahía tranquila,
protegida por los salientes de los bosques costeros contra los golpes de las
olas. Una decisión repentina le pasó por la mente: un viraje, una mayor
inclinación del avión hacia abajo… y la tierra que viene al encuentro…
Sierguievski tiró fuerte del timón hacia sí, haciendo
posar la ingente máquina como caballo dócil. Al no abrir el tren de aterrizaje,
el avión pegó en la parte baja del bosque, en un saliente de la costa,
produciendo un fragor de golpes y crujidos de los árboles al partirse. El
pájaro de plata, sin fuerzas, aplastaba árboles como si fueran hierba, se dejó
caer pesado en el agua de la bahía y se deslizó por ella lanzando ráfagas de
agua. A unos ciento cincuenta metros se detuvo muy cerca de la orilla opuesta
que era muy elevada. En el último segundo Sierguievski todavía pudo sacar el
tren de aterrizaje para aprovechar la pequeñísima posibilidad de frenar la
inercia de la pesada nave. La maniobra fue un éxito: la máquina gigante se
echaba sobre el agua profunda azulada, ligeramente inclinada sobre el ala
derecha.
Todavía se balanceaba y temblaba el avión cuando los
pilotos salieron sobre el ala. El alma de Sierguievski se veía libre de una
grave carga de responsabilidad. Estiró los hombros, alegrándose con el sol
deslumbrante, el agua acariciadora y el verdor exuberante tropical. La
profundidad del agua debajo del avión no pasaba de los tres metros. Las ruedas
del tren de aterrizaje se apoyaban en la arena compacta del fondo en pendiente
suave.
–¡Feliz llegada, amigos! –dijo Sierguievski risueño–. Es
cierto que no es el punto de destino, pero no está mal. Podía haber sido peor.
Nos encontramos en alguna parte de Florida…
El calor tórrido, las formas caprichosas de plantas
desconocidas hablaba sin más explicaciones del lejano sur.
Todo lo sucedido en las últimas veinticuatro horas
parecía un sueño que había pasado como un relámpago.
–Bueno, robinsones, veamos de nuevo el aparato y durmamos
un poco. Les aconsejo desnudarse; si no, nos coceremos con los buzos.
Consultando con el mecánico y el piloto segundo, Sierguievski
decidió después del descanso apuntalar la parte de la cola y el ala derecha con
algún soporte para mantener el aparato completamente seguro a fin de que no se
hundiera en el suelo con la bajamar.
El sol de mediodía calentaba el aparato y se reflejaba
cegador en la superficie pulida. Los aviadores saltaron fuera respirando con
ahogo. El radista herido se encontraba mejor y se le puso cómodo en la
corriente entre dos ventanillas levantadas.
Los aviadores abrieron la lancha plegable de goma,
dispuestos a llegar a la orilla en busca de soportes para el aparato. Sierguievski
dejó a uno de los tiradores de guardia y subiéndose a la parte superior del ala
izquierda, echó una mirada a la bahía, eligiendo los árboles más adecuados.
El agua lisa de la bahía tenía un contorno en forma de
corazón. En medio del saliente costero se elevaba una roca abrupta con palmeras
finas y encorvadas. A la derecha el cabo en forma de uña estaba cubierto de
árboles plumosos llenos enteramente de flores blancas. El camino ancho trazado
por el avión atravesaba el cabo. Las copas destrozadas, los árboles arrancados
de raíz y los troncos recién amontonados al borde del agua, llamaron la
atención de Sierguievski. “Hemos preparado mucho material para soportes”, pensó
el piloto sonriente. Algunos trozos de árbol habían sido lanzados lejos, al
fondo de la bahía. Tal fue la fuerza del golpe y tal la solidez del aparato.
–Sí, si no hubiera sido por este vallado elástico… –dijo
en voz alta el propio Sierguievski y, sin terminar su pensamiento, miró hacia
la orilla opuesta de la bahía en la cual, seguramente, hubiera saltado hecho
añicos el aparato de largas alas.
Dentro de la barca, los aviadores avanzaban lentamente
por la tersura del agua, que sin querer se rizaba alrededor. En el punto del
agua transparente en que se habían amontonado los trozos deshechos de los
árboles, aplastado por todo un montón de leña, un cuadro increíble,
inolvidable, asombró a los aviadores.
La arena lisa y compacta del fondo daba a la superficie
un tinte monótono, como castaño, a través del agua azul. En todas las
direcciones, en los rayos solares que atravesaban el agua, se movían
curvándose, se entretejían y se entremezclaban hilillos del azul más obscuro y
de color oro ígneo.
Una pequeña elevación arenosa en el fondo, con el peso de
los troncos partidos, estaba ribeteada de semicírculos de color azul claro,
llenos de círculos de oro chispeante y de azul purísimo. A veces entre el oro y
el azul centelleaban meandros de corrientes bermejas, de púrpura llameante y
verde esmeralda. Una fantástica sinfonía de colores brillantes vibraba en
tornasoles, destellos, remolinos y chorrillos, atraía los ojos y los dejaba
clavados con su embrujo casi hipnótico.
Pasmados por el espectáculo nunca visto, durante mucho
tiempo los aviadores no pudieron apartar la vista, hasta que Sierguievski con
un golpe decidido empujó la barca justo hacia el oro en torbellino.
A la izquierda dos trozos, lanzados al fondo de la bahía
y clavados en el suelo, estaban casi verticales. En torno a ellos se retorcían
los mismos hilillos de oro y azul, sólo que más finos y trasparentes.
Un suave aroma de árboles misteriosos se difundía en el
aire, aumentando la sensación de misterio. En este rincón de la bahía el agua
brillaba opalescente con unos reflejos, como difuminados muchas veces, pero con
la misma limpieza irreprochable del oro azul y púrpura.
Sierguievski y sus compañeros llegaron al agua poco profunda
de la orilla y empezaron a elegir dos troncos adecuados para los soportes. No
eran gruesos, como mucho seis o siete centímetros de diámetro, pero de una
madera compacta y pesada. La médula del árbol era de color castaño y ribeteada
con una franja externa casi blanca.
El mecánico encontró un tronco partido por la mitad y se
lo llevó para hacer la prueba en el agua. Al principio, los primeros dos o tres
minutos, se extendió por el agua lentamente una nubecita azul opalescente,
apenas perceptible. Luego comenzaron a desprenderse del tronco como pequeños
chorros irisados que se revolvían en forma de espiral despidiendo brillo.
He ahí la solución del porqué de los colores maravillosos
en el agua de la bahía: la presencia de la madera del árbol misterioso. Sierguievski
miraba atentamente a la orilla, tratando de recordar los caracteres de los
árboles. Pero nada había de particular en sus ramas frondosas, en sus hojas
plumosas ni en los racimos de sus flores blancas.
De pronto, en alguna dirección se escuchó un ruido poco
claro, que no se podía confundir con ninguno otro. Era un motor. El zumbido
lejano era fuerte, regular y, sin duda, se acercaba a la bahía.
–¡Al avión! ¡De prisa! –ordenó Sierguievski.
Desde el ala izquierda que se alzaba sobre el agua, se
veían las olas que, regulares y sin interrupción, rodaban hasta la orilla.
Dando la vuelta al largo cabo, una motora gris cortó rauda las olas rítmicas
que se rizaban espumosas. La proa, que se elevaba sobre el agua, se balanceaba
suave. Debajo una sombra negra y los elementos metálicos del sistema de defensa
y de los proyectores brillaban como fuego en la niebla.
La lancha giró, los motores callaron y el pequeño barco
enfiló hacia el aeroplano. En su proa surgieron las figuras corpulentas de los
marinos de la defensa costera con chaqueta blanca y pantalón amplio que parecía
una frívola violación de la severa y necesaria etiqueta militar.
Las conversaciones no se prolongaron y la lancha
desapareció con la misma rapidez con que se había presentado. Al cabo de un
rato dos hidroaviones recortados se posaron pesadamente en el agua de la bahía
grande, a un kilómetro al oeste de la “bahía de las corrientes irisadas”.
El herido y parte de la carga fueron llevados a los
hidroaviones. Echaron dos toneladas de combustible en los tanques del avión
soviético. Falta esperar la llegada de dos barcos para remolcar el avión y
sacarlo de la pequeña bahía, aprovechando la bajamar, a través del estrecho
paso que había entre los escollos.
Una especie de oscuridad acabó con el breve crepúsculo. Sierguievski
se acordó de pronto de que había que coger una muestra del árbol pues, de lo
contrario, todo lo visto en la bahía pronto resultaría inverosímil. Esperando
la salida de la Luna el aviador subió al ala del aparato y vio el brillo azul
claro que se extendía por el agua alrededor de los soportes que apoyaban el ala
y la cola del avión. Asombrado por la nueva manifestación de las maravillas de
la bahía, el piloto miró hacia la parte de bosque abatido por el aeroplano. Una
mancha de azul intenso, rodeada de agua obscura, brillaba donde de día lucían
los reflejos de las corrientes irisadas.
Sierguievski bajó a la barca y remó hasta la mancha
brillante. Entre los troncos partidos el agua parecía una nube de gas azul
luminoso que lanzaba reflejos plateados al rostro y a las manos de Sierguiévki.
La luz que despedía el agua era suficiente para orientarse y el piloto recogió
rápido unos cuantos trozos de madera, sin olvidarse de ramas con hojas y
flores.
Durante los trabajos de remolcar el avión de la bahía,
Sierguievski no tuvo tiempo para preguntar; pero cuando la “bahía de las
corrientes irisadas” quedó atrás, el aviador no consiguió enterarse de nada
que tuviera sentido. El árbol de que hablaba lo conocían los lugareños con el
nombre de “árbol dulce”. Era raro en estas tierras y nadie había oído
hablar de las propiedades maravillosas de su madera.
Lentamente y con cuidado, al par que la bajamar , se sacó
la nave plateada a la superficie tranquila del mar y el rugido de los motores
atronó las orillas tranquilas del trópico.
El albatros abandonó para siempre la bahía milagrosa,
llevando rápido a través del océano a todo el grupito de personas escogidas por
el destino para contemplar uno de los prodigios desconocidos de la naturaleza.
El profesor Kondrásev se volvió en su silla alta hacia Sierguievski que
entraba en el laboratorio y en silencio le presentó una estantería con probetas
en cuyo fondo se veían trocitos de la madera mágica que el aviador había
traído. En el agua tornasolaban y refulgían hilillos y nubecitas de color ígneo
y azul transparente que a veces se convertían en amarillo verdoso o azul
resplandeciente.
–¿Parecido a su bahía? –sonrió el profesor interrogante.
–No del todo –repuso serio el aviador–. Allí los colores
y las luces eran mucho más intensos.
–Claro –dijo el profesor cayendo en la cuenta–, porque en
la bahía el agua es salada –y echó en las probetas varias gotas de una
solución.
Al punto el azul se hizo espeso y de transparente se puso
casi impenetrable a la vista, y las nubecillas amarillas parecían fundidas en
oro carmesí.
–Parece –dijo el profesor– que la añadidura de una
pequeña cantidad de álcali en el agua dulce aumenta considerablemente la
capacidad de la madera para colorear el agua. Por lo demás, esto no es
colorante, sino una sustancia especial que todavía la ciencia no conoce. Su
propiedad luminiscente y opalescente puede resultar muy valiosa. Conseguí
determinar el árbol. Es de la familia de los nogales grises comunes,
pero es un representante muy antiguo de este grupo y se llama “eisengartia”.
La eisengartia existió hace no menos de sesenta millones de años. Ahora
este arbusto se encuentra muy extendido al sur de Estados Unidos y no tiene
ninguna propiedad milagrosa, sin duda, porque ha degenerado debido a condiciones
de vida desfavorables, y resulta que en el sur de México, en Yucatán y muy raro
donde ustedes estuvieron, esta misma eisengartia se conservó en forma de
arbolito, lo mismo que en los tiempos antiguos de su existencia. Este árbol
posee las propiedades especiales que usted conoce. Precisamente representa el “cóatl”
de los aztecas o el “árbol de la vida” de los sabios medievales.
A usted, amigo mío, le corresponde la honra del
descubrimiento o, mejor, del redescubrimiento, de esta valiosa planta.
El profesor se levantó y solemnemente sacó del armario
una copa pequeña hecha de madera obscura de eisengartia.
–A usted –dijo sirviendo en la copa agua limpia de un
matraz–, a usted le corresponde por derecho propio beber la bebida mágica que
conservaba la salud de los señores medievales…
En la copa obscura el agua parecía un espejo del azul más
intenso. Sierguievski, sonriendo confuso, tomó la copa de manos del profesor y,
sin vacilar, la apuró hasta la última gota.
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