sábado, 4 de mayo de 2024

La bahía de las corrientes irisadas

Iván Efremov

 

Al abandonar la biblioteca, el profesor Kondrásev subió al piso superior y se fue a su laboratorio. Un pasillo largo con numerosas puertas blancas a ambos lados estaba a medias iluminado y silencioso. Solamente unos pocos colaboradores estaban entretenidos terminando algún trabajo urgente.

El profesor se fue a la mesa, metida entre dos estanterías de productos químicos y se dejó caer cansado en el sillón. Los mecheros de gas producían un rumor apenas perceptible. Un matraz y unos vasos brillaban con limpieza química que hacía temblar a los profanos. El aspecto irreprochable de las instalaciones, adecuadas para las reflexiones y los experimentos, tranquilizaba, con lo que desapareció el poso amargo que había en el alma del profesor. Una vez más revisó los principios fundamentales del último libro que había publicado, tratando de valorar sin pasión las observaciones que la crítica le había hecho.

En este libro el profesor Kondrásev insistía en la necesidad de estudiar ampliamente las propiedades descubiertas en las diferentes plantas, en particular, en los antiguos tipos de plantas que parecían supervivencias, reliquias de épocas más antiguas, de la vida de la Tierra. Semejantes plantas que crecen ahora en países tropicales y subtropicales, pueden ser portadoras de propiedades muy importantes y valiosas, que se han ido elaborando en la adaptación a diferentes condiciones de existencia hace decenas de millones de años. En calidad de ejemplo, el profesor citaba plantas que poseían una madera preciadísima y que eran restos del terciario antiguo hace sesenta millones de años: aquí, en Transcaucasia, el boj y la retama, en los países del sur, el roble indio, el greenheart; el árbol negro africano, el gingko japonés, con sus propiedades terapéuticas todavía no estudiadas y que existe hace más de cien millones de años. El ginseng, resto del periodo terciario…

Este trabajo del profesor Kondrásev se vio seriamente criticado por sabios respetables y ahora, silencioso, taciturno, reconocía que las críticas, en buena parte, eran justas. Las bases del trabajo se fundaban especialmente en fuertes convicciones, pero escaseaban los datos materiales exigidos por las férreas leyes del pensamiento científico. Al mismo tiempo, el profesor Kondrásev estaba convencido de la corrección de su tesis. Sí, más que en hechos convincentes…

¡Si tuviera a las manos las pruebas de la existencia real del “árbol de la vida” de la Edad Media! En el siglo XVI e incluso en el XVII aún se conocía este árbol que poseía propiedades milagrosas inexplicables. Las tazas y las copas hechas con su madera convertían el agua echada en ellas en bebida maravillosa de color azul celeste o dorado como el fuego, que curaba muchas enfermedades. El origen de este árbol y su aspecto quedaron sin explicar. El secreto estaba en manos de los jesuitas que regalaron a los reyes tazas mágicas de madera, consiguiendo de ellos donaciones y privilegios.

El árbol aparece en los viejos libros de Monardes, editados en Sevilla en 1754. Atanasio Kircher lo registra también, en latín, “lignum vitae” o “lignum nefriticum” que se traduce como “árbol de la vida” o “árbol nefrítico”.

Unas fuentes afirmaban que procedía de México, otras que de las islas Filipinas. Efectivamente, los aztecas conocieron un árbol curativo milagroso, llamado “cóatl” (agua de serpientes). El profesor recordó los experimentos publicados que se realizaron con tazas del árbol nefrítico por el famoso Boyle, quien describe los fenómenos de luminiscencia azul del agua echada en el vaso y que ya entonces advirtió que no se trataba de un color, sino de un fenómeno físico inexplicable.

–¿Se puede, Constantino Arcádievich? –se oyó una voz conocida de mujer, y por la puerta aparecieron los bucles radiantes y la nariz respingona de Eugenia Panova.

Investigadora científica capacitada y a la vez una mujer bonita, Panova no sólo tenía éxito entre la juventud, sino incluso entre los colaboradores respetables por la edad. El profesor Kondrásev, sin saber los motivos, gozaba de su especial simpatía.

–Escuche, querido Constantino Arcádievich, no se ponga triste… Ya sé por qué sufre… Me parece que usted posee ya perfectamente ese nivel científico que viene definido por los efectivos reales.

–Reconozco que soy impaciente –masculló entre dientes Kondrásev, afectado por la observación y disgustado por la intromisión–. Usted todavía puede esperar pero a mí ya no me queda mucho tiempo. En el mundo no existen los milagros ni los descubrimientos repentinos. Sólo el lento trabajo de aprender, a veces triste…

Deseando cortar la conversación, Panova sacó del bolso dos entradas.

–Constantino Arcádievich, vámonos a la sociedad filarmónica. Hoy tendremos Chaikovski, mi pieza preferida, “El abedul”. También a usted le gusta. Nos llevará Sergio Semiónovich que sale ahora mismo. Vine a buscarlo… –y sonrió afectuosa.

A las nueve ya estaban en la sociedad filarmónica. Los violines cantaban a la naturaleza rusa inmensa, a la quietud de los ríos lentos y anchurosos, enmarcados en bosques oscuros, bajo las nubes sombrías de escasa transparencia, el temblor del verde fresco de los abedules esbeltos, promesa gozosa…

Y Kondrásev, conforme con su impaciencia, pensaba en el empuje incontenible de la ciencia, que sigue extendiéndose más y más por las planicies sin límites de lo desconocido, cautivando cada vez a más y más personas…

–Siempre que mi espíritu se encuentra agobiado, me voy a escuchar música –susurró Panova.

El profesor sonrió y la miró ya complacido. En el descanso, cuando iban por el pasillo, de entre las personas que venían de frente, se destacó un hombre moreno con uniforme de marino. Kondrásev advirtió el insólito color tostado de su rostro enérgico y los ojos alegres, chispeantes. El marino o, mejor dicho, el aviador de marina, a juzgar por las alas que llevaba en las mangas, viendo a Panova, al momento se puso delante de ellos gritando:

–¡Eugenia, Eugenia!

La chica, ruborosa corrió a su encuentro, pero conteniéndose al momento le dio las dos manos:

–¡Boris! ¿Cómo tú por aquí?

El profesor pensó que estaba allí de más y se fue al salón de fumadores. Tuvo tiempo de acabar su cigarro antes que Panova y el aviador lo buscaran.

–Los voy a presentar. Boris Andriéievich, mi gran, gran amigo. Ha de saber, Constantino Arcádievich, que ha volado muy lejos y que acaba de llegar. Dice que ha visto algo extraordinario. Parece, realmente, una cosa de milagro, eso que usted negaba hace poco… Lo que resulta formidable es que haya venido a buscarme aquí… Y no hace más que tres horas que llegó… –decía la chica precipitada y un poco incoherente.

El aviador estaba radiante de alegría…

El profesor estrechó gozoso la mano del marino, cuyo aspecto agradable… sí, indudablemente producía una impresión agradable.

Intercambiaron las palabras corrientes habituales en personas que se hablan por primera vez, pero la joven interrumpió impaciente:

–Boris, no entiendes… si existe entre nosotros un hombre siquiera capaz de explicar el descubrimiento extraordinario que has hecho, ese hombre es Constantino Arcádievich.

 

Los tres llegaron al piso del profesor donde el aviador contó el viaje con pelos y señales. Ya el comienzo del relato hizo que el profesor escuchara atento y satisfecho.

Sólo hace dos meses y medio el aviador marino Boris Andriéievich Sierguievski, joven pero ya al mando de un puesto importante, fue encargado de una misión de responsabilidad. Más tarde, cuando se pueda publicar lo que ahora debemos mantener en secreto, semejantes empresas entrarán en la historia como ejemplos del valor indomable de sus realizadores y de la sabia clarividencia del mando.

Boris Andriéievich fue enviado a un vuelo largo sin escalas para llevar una carga valiosa. Su llegada rápida contaba mucho en los complicados avatares de la guerra con los fascistas.

 

El día oscuro correspondía con el cuadro triste del ambiente. Las casas del poblado se perdían entre los grandes abetos sombríos. Por todas partes se veían tocones recién cortados. Nubes opacas lo envolvían todo alrededor y, posándose, se extendían por las mismas copas de los árboles en jirones raros y sin forma. La hojarasca podrida despedía un fuerte olor, los pies chapoteaban en el suelo cenagoso y blando y una gruesa capa de musgo se asentaba con una desagradable flexibilidad silenciosa. Los pasos adquirieron soltura sólo en la cinta gris, sucia, del camino asfaltado, salpicado por doquiera de los anillos irisados de manchas aceitosas.

Sierguievski echó gozoso una mirada a su aparato que ya rodaba, preparado para el despegue. El avión era alto, como de pasajeros. A los costados de su grueso fuselaje llevaba unas ventanillas. Por delante terminaba en un cono metálico compacto, cortado en su parte superior por una franja acristalada. Las alas levantadas, largas, llevaban dos motores cada una, protegidos por anchos anillos de duroaluminio bruñido. Sus hélices de tres palas se movían despacio. Detrás destacaba claramente un timón muy alto. Con su brillo plateado, desnudo, el avión era incitadoramente bello, como un albatros insolente.

Del aeropuerto llegó la orden de partir. Sierguievski echó una mirada a los rostros severos y serios de los acompañantes y sonriendo miró el reloj. Todo estaba listo. Las últimas chupadas, que tan bien saben, y el cigarro cayó en un charco. Sierguievski se fue decidido al avión.

Terminó la tensión ansiosa de la larga y minuciosa preparación. Llegó la hora de hacer. Respirando tranquilamente, el piloto echó una ojeada al cielo triste. Allí, tras las nubes, a esa gran altura, adónde llevará su albatros, luce espléndido un sol de verano…

Unas órdenes precisas y las puertas herméticas se cerraron de golpe. Un suave silbido de la llave del nivel de presión del aire, verificada por el radista, y todo se sumergió en el rugido ensordecedor de los motores de mil caballos.

El albatros plateado de veinte toneladas despegó ligero, obediente al movimiento apenas perceptible de la mano del piloto, y casi al instante desapareció en la bruma impenetrable de las nubes. El giroscopio del panel gris mate del piloto automático señaló una fuerte inclinación. Las agujas de los altímetros se elevaban sin cesar. La niebla, que tapaba las ventanas, de repente comenzó a clarear, se transformó en una bruma ligera, pajiza y luego la luz brillante del cielo penetró por los cristales inclinados. El espesor perforado de las nubes quedaba debajo del avión. Las cimas de las masas caóticas de nubes no cedían en blancura a la nieve, con hondonadas azules y hendiduras de gris oscuro. A siete mil metros Sierguievski mantuvo el rumbo, puso los motores a la velocidad de crucero y conectó el piloto automático.

El piloto segundo, Yemieliánov, que ocupaba el asiento de la derecha, se quitó los auriculares y frunciendo la frente con entradas, trató de aliviar la tensión forzada. El marino que se sentaba detrás de Yemieliánov hojeaba tranquilamente una agenda.

Sierguievski se echó en un sofá blando, mirando de vez en cuando el instrumental. Por delante había millas de recorrido sobre el océano antes de que bajo las alas encontraran tierra extranjera, pero hospitalaria. El reloj que había sobre el vano del cristal central marcaba las ocho. Media hora más y empezaría la zona de peligro.

Allí, en el azul de un cielo tranquilo, andan piratas alemanes del aire. Aunque el albatros gigante iba armado con cuatro ametralladoras, el encuentro con los veloces “messer” suponía un peligro terrible.

Sierguievski pensaba no en sí mismo sino en la preciada carga que estaba en la cabina a su espalda. Entre tanto los compañeros de Sierguievski estaban tranquilamente ocupados en sus obligaciones sin hablar y hasta sin cambiar gestos. Parecía como si todos, sin decirlo, se hubieran puesto de acuerdo para no hacer ningún juicio hasta dejar atrás la zona de peligro. El mecánico era el que tenía un aspecto más preocupado. Seguía, concentrado, las infinitas agujas de los aparatos.

El albatros plateado volaba a una gran velocidad. Serenos y regulares zumbaban sus motores. Como antes una espesa capa de nubes pendía entre la tierra y el avión. A veces se veían en ellas quebradas de azul obscuro con los extremos rotos. Por ellos se veía una tierra lejana, sin interés para los hombres del avión. Desde la altura de vuelo parecía un campo llano, sombrío, sin ningún pormenor.

Así pasó una hora y estaba terminando la segunda. El avión se encontraba ya bien metido en la zona de peligro, cuyos límites, por desgracia, eran demasiado grandes. Los tiradores miraban escrutadores, hasta sentir dolor de ojos, por el azul límpido del cielo y la blancura de las nubes. A las diez y veinte Sierguievski bruscamente se irguió en el sofá y se agarró fuerte al timón:

–¡Atención! ¡Tres aviones enemigos!

Por delante, a lo lejos, ante un declive blanco de las nubes rizadas, aparecieron tres puntitos negros, chiquititos. Una voluntad imperiosa de luchar unió a todo aquel grupo minúsculo de personas encerradas herméticamente en una cabina espaciosa.

Yemieliánov, mirando con los binoculares, de pronto, fuerte y despectivo exclamó:

–Éstos no nos asustan, Boris.

Otra vez los miles de caballos y las miles de revoluciones sacudieron el avión. Corría hacia la derecha la aguja del indicador de velocidad de ascensión. El velocímetro vacilaba hacia la izquierda. Los aviones enemigos se aproximaban abriéndose hacia los costados. Por fin Sierguievski acabó de subir y el aparato siguió hacia adelante con la velocidad anterior, dejando abajo a los lóbregos perseguidores que en vano trataban de alcanzar su techo.

Una blanca llanura de nubes que se esfumaba allá abajo, se deshizo en jirones gigantes hinchados. Debajo como una hoja oscura de estaño estaba el mar y a la izquierda, una franja similar, aunque de tinte más obscuro: era tierra firme con sus recortes caprichosos.

El avión avanzaba más y más, cortando la zona de peligro. Se varió el rumbo. Enfilando hacia el sur, Sierguievski aumentó la velocidad. Un poco más y el aparato se internó en el océano, abandonando la zona de actividad del enemigo. La lisura infinita del océano parece como si hubiera detenido el avión con su uniformidad abrumadora. Desde siete mil metros las olas no se apreciaban. Delante se veía un frente nuboso que anunciaba un cambio en las condiciones del vuelo que hasta ahora había sido tranquilo. Pero el cambio se produjo antes.

Habían volado más de tres mil kilómetros cuando en el aire surgieron nuevamente los amenazadores puntitos negros, y lejos, muy lejos, abajo aparecieron las siluetas diminutas de unos barcos de guerra. Dos aviones enemigos levantando el morro empezaron a coger altura, mientras que el tercero se mantenía delante, un poco más alejado, junto al extremo encorvado de una nube larga y compacta. Parece como si el tiempo hubiera interrumpido su marcha acompasada.

Todo lo que vino después transcurrió como en un segundo de increíble tensión. Los disparos sordos de las descargas de ametralladora que azotaban el avión por el fuselaje apenas llegaban entre el ruido de los motores. Sierguievski inclinó el aparato y viró bruscamente hacia la izquierda. Simultáneamente empezaron a rugir las ametralladoras de las dos torretas. Un giro más y en un instante frente a la ventana apareció un Messerchmitt que caía esquinado. Luego el albatros se fue para abajo con un rugido creciente en picado suave, acercándose rápido al tercer aparato enemigo. De nuevo rugieron las ametralladoras. Enfrente de Sierguievski volaba algo en llamas, saltaron por todas partes los pedazos y el albatros penetró en una espesa bruma blanca. Sierguievski sintió una corriente casi fuerte de aire frío que le azotaba el rostro y comprendió que en el morro de la cabina había agujeros. El aparato continuaba volando en una nube impenetrable.

Era motivo de angustia la luz deslumbrante del sol, pero al encuentro venía avanzando de nuevo un muro de nubes. El brillo del sol, una y otra vez, se encendía y se apagaba, hasta que por fin el avión se sumergió en el espesor de nubes de muchos kilómetros que venían del oeste, altas sobre el océano. Al curso regular siguieron sacudidas que hacían cabecear el aparato. El aire estaba inquieto como si quisiera expulsar las muchas toneladas de la nave.

El cuerpo de Sierguievski contraído por la tensión se había debilitado. Niveló el aparato, echó una ojeada a la brújula giroscópica y se quedó helado de asombro: toda la parte superior del tablero de mando parecía una aglomeración de materiales de desecho. Sierguievski se volvió. Una ráfaga de balas perforadoras y explosivas, tras romper la parte delantera de la cabina, al parecer, debió pasar entre los pilotos y pegar en la base de la torreta donde iba montado el sistema de radio. El radista yacía en el suelo con la mano en la mejilla, entre los aparatos destrozados. El mecánico, sin prestar atención a la sangre que le salía por el hombro, con aspecto pensativo apagó los fragmentos que ardían débilmente. El segundo piloto, Yemieliánov, se tocaba serio en el brazo a través de la manga desgarrada del mono. Los oídos estaban para estallar, faltaba respiración. Había descendido la presión en la cabina perforada, igualándose con el aire de altura que se atravesaba. Sin aparatos de oxígeno no podrían mantenerse mucho tiempo a esa altura.

Mientras los compañeros tapaban un ancho boquete en el morro del aparato y vendaban a los heridos, Sierguievski, convencido de que el espesor de las nubes era tal que el aparato con la cabina rota no podría aguantar, comenzó a descender.

La situación del aeroplano era grave ante la pérdida de los aparatos fundamentales de dirección y el destrozo en la instalación de radio. Sin sol, volar sobre el océano sin puntos de referencia era casi igual que volar a ciegas.

Mientras reparaban la aguja magnética que había quedado, Sierguievski soñaba con el sentido de las aves para orientarse. ¿Qué olfato singular las dirige en sus vuelos largos en medio de la lluvia y la niebla sobre el mar? ¿Se desarrolla este sentido en el hombre que se convierte en pájaro?

La brújula magnética, a pesar de la desviación que claramente se había producido después de semejante sacudida y desplazamiento, seguía dando, si bien en los límites de un cuarto del horizonte, la línea de dirección, sin la cual el arte más perfecto del vuelo a ciegas resultaría un juego peligroso e inseguro…

Oscurecía. Comenzaba una tormenta. Por las ventanas empezaba a correr el agua. La lluvia azotaba el aparato. La espuma ligera de la niebla dio paso a un velo oscuro, gris de agua. Yemieliánov y el marino, sin esperanzas de arreglar la radio, se pusieron a sacar y montar la de emergencia. El mecánico, balanceándose en el sillón derecho, trataba de reparar los instrumentos que no funcionaban, pero que habían quedado sanos.

Las tinieblas se hacían más espesas. El avión temblaba con las fuertes sacudidas. A una altura de doscientos metros las ventanas se iluminaron: el aparato salió de las nubes. Cincuenta metros más y abajo se veían las crestas blancas y rizadas de las olas. El océano seguía enfurecido. Bajo las nubes sombrías, amenazadoras, en una estrecha abertura entre las nubes y las olas gigantescas, el avión, como verdadero petrel, marcaba su ruta con fuerza arrebatadora. El aparato recibía embestidas y vacilaba. Los fragmentos y las cosas no sujetas rodaban por la cabina.

Las ráfagas del viento, apagadas por el fragor de los motores, con fuerza loca, se estrellaban contra el aparato y se deslizaban impotentes por las alas pálidas que vibraban sensiblemente. La admirable construcción del aparato le permitía aterrizar en el agua, pero un aterrizaje forzoso en la violencia furiosa de las aguas encabritadas sería fatal hasta para un hidroavión. Por lo demás, los pilotos estaban preocupados ahora por algo muy distinto: cálculos complicados de posibles errores de la brújula magnética insegura, la desviación de la nave, el consumo de combustible…

Sierguievski dejó la dirección a Yemieliánov, pues la herida del segundo piloto era insignificante y se puso a consultar los mapas con el marino. La radio de emergencia, sin saber por qué, no funcionaba. El radista, con heridas de importancia, no podía ayudar a los pilotos. El día se apagaba, la niebla se espesaba sobre el océano y en los auriculares aún no había sonado ningún radiomensaje de orientación.

–¡Deme el mapa inglés dos mil novecientos veintisiete! –ordenó Sierguievski.

Las líneas dentadas, azules, rojas de las tormentas y alisios se entrecruzaban con flechas en la red cuadriculada del mapa. Los cálculos no eran lo suficientemente exactos. Poco decían las indicaciones de los instrumentos no averiados. Sin embargo, una costa hospitalaria estaba allá a lo lejos por delante en una extensión de mil millas.

Desviarse tanto, hacia el sur y hacia el norte, para evitarla era imposible. Sierguievski, tras sopesarlo todo, quedó tranquilo.

En el techo de la cabina dos foquitos alumbraban claramente los protectores rotos de los instrumentos. El océano se ocultó retirándose a las tinieblas que dejaban sólo adivinar la presencia peligrosa del mar. Ya quedaban detrás miles de kilómetros de desierto acuático y debajo seguía sin haber otra cosa que olas y más olas, la eterna respiración de la masa de agua infinita.

El viaje duraba ya más de medio día y el objetivo lejano, a pesar de la demora del avión por el combate y por las borrascas en el vuelo, debería estar ya muy próximo. El tiempo pasaba lento, mucho más lento que las agujas indicadoras del consumo de combustible. Aún quedaban más de tres toneladas de gasolina en los tanques del avión, pero esto era ya mucho menos de la mitad de la reserva inicial. El consumo de combustible era demasiado elevado: el viento de frente impedía que el aparato avanzara a la velocidad necesaria.

Sierguievski intentó tranquilizarse con ideas razonables: de todas formas no hay nada que hacer: hay que volar y volar, y luego ya veremos. El tiempo no favorecía la determinación de la posición. La zona del ciclón se quedó atrás, pero nubes altas seguían cubriendo las estrellas. La noche se prolongaba sin término. Sobraba tiempo para los pensamientos angustiosos, abrumadores. Diecinueve horas de vuelo y todavía no se ven señales de luces costeras.

Ahora estaba claro que no sólo la tempestad había detenido el avión, sino que se había producido una desviación del rumbo correcto. Sierguievski giró un poco hacia el norte; procurando corregir la supuesta desviación hacia el sur.

Los excelentes motores funcionaban como la primera hora de vuelo, a pesar de que habían hecho ya tres millones de revoluciones. No quedaba más que media tonelada de gasolina y seguía sin verse la costa.

Pronto llegó el amanecer. La púrpura solar bañaba medio océano detrás del avión. Una mañana diáfana parece que iba a llevarse la esperanza y la alegría. Las agujas indicadoras del nivel de gasolina seguían corriendo más y más hacia la izquierda, hacia la cifra temible para el piloto, el círculo blanco del cero con trazo grueso que subraya el símbolo terrible: ¡No queda más combustible!

Parecía inverosímil la ausencia de tierra, pero ésa era la triste realidad. Un poco más y la fuerza potente de los motores callará, se detendrán las hélices ligeras que giran locamente y la nave aérea impotente se desplomará sobre las olas. Las olas, como si aguardaran su presa, armoniosa y rítmicamente se alzaban de lo profundo del océano, se quedaban quietas un instante, antes de descender, como si pretendieran alcanzar al avión que volaba bajo encima de ellas.

La aparición del sol por fin permitió orientarse.

–¡Veintisiete grados de latitud! –exclamó Sierguievski–. Hemos ido mucho hacia el sur… Lo más importante es la longitud, pero estamos peor, aproximadamente setenta y nueve occidental… Eh, compañeros, tiene que verse tierra.

El piloto cogió altura. Efectivamente, apenas perceptible, semejante a la cresta inmóvil de una ola elevada, surgió en el horizonte una franja oscura. En ella se clavaron las miradas de unos ojos encendidos, cansados. Yemieliánov alzó los prismáticos y Sierguievski vio cómo el piloto suspiraba con alivio. La franja se oscurecía y agrandaba. Su extremo superior era entrecortado. Se descubrían cimas redondas de montañas o colinas.

Veinte minutos más y la blanca espuma de la resaca se veía con claridad. Los motores, consumiendo los últimos litros de combustible, sonaban con estruendo al coger altura para el minuto decisivo del descenso forzoso. No se podía aterrizar en el agua junto a la costa. Las olas poderosas se estrellaban contra los chatos salientes de las piedras oscuras. Arremolinándose en los acantilados y en las quebradas, retrocedían sinuosas las corrientes de espuma.

Más arriba de la franja del rompiente se alzaba la orilla con salientes tallados, con una alfombra espesa verde por las pendientes abiertas hacia arriba de barrancos y valles poco profundos. Tampoco esto tenía traza favorable para un aterrizaje feliz.

Tras las montañas costeras descendía el terreno, y por lo que se podía ver, estaba cubierto de bosque frondoso. En algunas partes brillaban al sol las manchas cristalinas de un agua pantanosa. A la derecha, en los destellos del mar, muy lejos al norte, salía un cabo estrecho, donde se adivinaba una elevación blanca, obra del hombre, posiblemente, la torre de un faro.

Sierguievski advirtió ya claramente los árboles que se dibujaban en la orilla. Las agujas temblaban en el cero. Los compañeros de Sierguievski con todas sus fuerzas accionaban la bomba de mano, sin quitar los ojos del comandante. A la izquierda la costa torcía hacia tierra adentro y se alejaba del oeste. El aparato sobrevoló el cabo crestado y largo cubierto de palmeras. En este momento, de repente, se hizo silencio. Los motores se pararon. Sólo el que estaba al extremo izquierdo produjo algunas explosiones como si fueran disparos. Delante de las alas se agitaron los álabes de las hélices, como advirtiendo que ya no podrían sostener más la nave en el aire.

–¡Saltar de uno en uno por la puerta de la izquierda! Yemieliánov, da las órdenes –dispuso Sierguievski mientras empujaba el timón hacia delante, llevando la pesada máquina hacia abajo y siguiendo la línea de la pendiente, tratando de prolongar al máximo el descenso y al mismo tiempo evitar la pérdida fatal de velocidad.

En un silencio terrible descendía el aparato. Vaciló. A la derecha se enroscaban verticales los verdes salientes de los montes. Un poco más y el brillante metal del hermoso pájaro se estrujará, volará en pedazos informes junto con los cadáveres destrozados de los tripulantes. Pero la tripulación del avión callaba, conteniendo la respiración, sin decidirse a abandonar la maravillosa máquina y confiando en la pericia del piloto. Pero Sierguievski, una vez dada la orden, sin pensar más en la gente, no tenía otra idea que la esperanza de salvar el avión y su carga. La tierra estaba a dos o tres segundos…

Pero el piloto divisó allí una pequeña bahía tranquila, protegida por los salientes de los bosques costeros contra los golpes de las olas. Una decisión repentina le pasó por la mente: un viraje, una mayor inclinación del avión hacia abajo… y la tierra que viene al encuentro…

Sierguievski tiró fuerte del timón hacia sí, haciendo posar la ingente máquina como caballo dócil. Al no abrir el tren de aterrizaje, el avión pegó en la parte baja del bosque, en un saliente de la costa, produciendo un fragor de golpes y crujidos de los árboles al partirse. El pájaro de plata, sin fuerzas, aplastaba árboles como si fueran hierba, se dejó caer pesado en el agua de la bahía y se deslizó por ella lanzando ráfagas de agua. A unos ciento cincuenta metros se detuvo muy cerca de la orilla opuesta que era muy elevada. En el último segundo Sierguievski todavía pudo sacar el tren de aterrizaje para aprovechar la pequeñísima posibilidad de frenar la inercia de la pesada nave. La maniobra fue un éxito: la máquina gigante se echaba sobre el agua profunda azulada, ligeramente inclinada sobre el ala derecha.

Todavía se balanceaba y temblaba el avión cuando los pilotos salieron sobre el ala. El alma de Sierguievski se veía libre de una grave carga de responsabilidad. Estiró los hombros, alegrándose con el sol deslumbrante, el agua acariciadora y el verdor exuberante tropical. La profundidad del agua debajo del avión no pasaba de los tres metros. Las ruedas del tren de aterrizaje se apoyaban en la arena compacta del fondo en pendiente suave.

–¡Feliz llegada, amigos! –dijo Sierguievski risueño–. Es cierto que no es el punto de destino, pero no está mal. Podía haber sido peor. Nos encontramos en alguna parte de Florida…

El calor tórrido, las formas caprichosas de plantas desconocidas hablaba sin más explicaciones del lejano sur.

Todo lo sucedido en las últimas veinticuatro horas parecía un sueño que había pasado como un relámpago.

–Bueno, robinsones, veamos de nuevo el aparato y durmamos un poco. Les aconsejo desnudarse; si no, nos coceremos con los buzos.

Consultando con el mecánico y el piloto segundo, Sierguievski decidió después del descanso apuntalar la parte de la cola y el ala derecha con algún soporte para mantener el aparato completamente seguro a fin de que no se hundiera en el suelo con la bajamar.

El sol de mediodía calentaba el aparato y se reflejaba cegador en la superficie pulida. Los aviadores saltaron fuera respirando con ahogo. El radista herido se encontraba mejor y se le puso cómodo en la corriente entre dos ventanillas levantadas.

Los aviadores abrieron la lancha plegable de goma, dispuestos a llegar a la orilla en busca de soportes para el aparato. Sierguievski dejó a uno de los tiradores de guardia y subiéndose a la parte superior del ala izquierda, echó una mirada a la bahía, eligiendo los árboles más adecuados.

El agua lisa de la bahía tenía un contorno en forma de corazón. En medio del saliente costero se elevaba una roca abrupta con palmeras finas y encorvadas. A la derecha el cabo en forma de uña estaba cubierto de árboles plumosos llenos enteramente de flores blancas. El camino ancho trazado por el avión atravesaba el cabo. Las copas destrozadas, los árboles arrancados de raíz y los troncos recién amontonados al borde del agua, llamaron la atención de Sierguievski. “Hemos preparado mucho material para soportes”, pensó el piloto sonriente. Algunos trozos de árbol habían sido lanzados lejos, al fondo de la bahía. Tal fue la fuerza del golpe y tal la solidez del aparato.

–Sí, si no hubiera sido por este vallado elástico… –dijo en voz alta el propio Sierguievski y, sin terminar su pensamiento, miró hacia la orilla opuesta de la bahía en la cual, seguramente, hubiera saltado hecho añicos el aparato de largas alas.

Dentro de la barca, los aviadores avanzaban lentamente por la tersura del agua, que sin querer se rizaba alrededor. En el punto del agua transparente en que se habían amontonado los trozos deshechos de los árboles, aplastado por todo un montón de leña, un cuadro increíble, inolvidable, asombró a los aviadores.

La arena lisa y compacta del fondo daba a la superficie un tinte monótono, como castaño, a través del agua azul. En todas las direcciones, en los rayos solares que atravesaban el agua, se movían curvándose, se entretejían y se entremezclaban hilillos del azul más obscuro y de color oro ígneo.

Una pequeña elevación arenosa en el fondo, con el peso de los troncos partidos, estaba ribeteada de semicírculos de color azul claro, llenos de círculos de oro chispeante y de azul purísimo. A veces entre el oro y el azul centelleaban meandros de corrientes bermejas, de púrpura llameante y verde esmeralda. Una fantástica sinfonía de colores brillantes vibraba en tornasoles, destellos, remolinos y chorrillos, atraía los ojos y los dejaba clavados con su embrujo casi hipnótico.

Pasmados por el espectáculo nunca visto, durante mucho tiempo los aviadores no pudieron apartar la vista, hasta que Sierguievski con un golpe decidido empujó la barca justo hacia el oro en torbellino.

A la izquierda dos trozos, lanzados al fondo de la bahía y clavados en el suelo, estaban casi verticales. En torno a ellos se retorcían los mismos hilillos de oro y azul, sólo que más finos y trasparentes.

Un suave aroma de árboles misteriosos se difundía en el aire, aumentando la sensación de misterio. En este rincón de la bahía el agua brillaba opalescente con unos reflejos, como difuminados muchas veces, pero con la misma limpieza irreprochable del oro azul y púrpura.

Sierguievski y sus compañeros llegaron al agua poco profunda de la orilla y empezaron a elegir dos troncos adecuados para los soportes. No eran gruesos, como mucho seis o siete centímetros de diámetro, pero de una madera compacta y pesada. La médula del árbol era de color castaño y ribeteada con una franja externa casi blanca.

El mecánico encontró un tronco partido por la mitad y se lo llevó para hacer la prueba en el agua. Al principio, los primeros dos o tres minutos, se extendió por el agua lentamente una nubecita azul opalescente, apenas perceptible. Luego comenzaron a desprenderse del tronco como pequeños chorros irisados que se revolvían en forma de espiral despidiendo brillo.

He ahí la solución del porqué de los colores maravillosos en el agua de la bahía: la presencia de la madera del árbol misterioso. Sierguievski miraba atentamente a la orilla, tratando de recordar los caracteres de los árboles. Pero nada había de particular en sus ramas frondosas, en sus hojas plumosas ni en los racimos de sus flores blancas.

De pronto, en alguna dirección se escuchó un ruido poco claro, que no se podía confundir con ninguno otro. Era un motor. El zumbido lejano era fuerte, regular y, sin duda, se acercaba a la bahía.

–¡Al avión! ¡De prisa! –ordenó Sierguievski.

Desde el ala izquierda que se alzaba sobre el agua, se veían las olas que, regulares y sin interrupción, rodaban hasta la orilla. Dando la vuelta al largo cabo, una motora gris cortó rauda las olas rítmicas que se rizaban espumosas. La proa, que se elevaba sobre el agua, se balanceaba suave. Debajo una sombra negra y los elementos metálicos del sistema de defensa y de los proyectores brillaban como fuego en la niebla.

La lancha giró, los motores callaron y el pequeño barco enfiló hacia el aeroplano. En su proa surgieron las figuras corpulentas de los marinos de la defensa costera con chaqueta blanca y pantalón amplio que parecía una frívola violación de la severa y necesaria etiqueta militar.

Las conversaciones no se prolongaron y la lancha desapareció con la misma rapidez con que se había presentado. Al cabo de un rato dos hidroaviones recortados se posaron pesadamente en el agua de la bahía grande, a un kilómetro al oeste de la “bahía de las corrientes irisadas”.

El herido y parte de la carga fueron llevados a los hidroaviones. Echaron dos toneladas de combustible en los tanques del avión soviético. Falta esperar la llegada de dos barcos para remolcar el avión y sacarlo de la pequeña bahía, aprovechando la bajamar, a través del estrecho paso que había entre los escollos.

Una especie de oscuridad acabó con el breve crepúsculo. Sierguievski se acordó de pronto de que había que coger una muestra del árbol pues, de lo contrario, todo lo visto en la bahía pronto resultaría inverosímil. Esperando la salida de la Luna el aviador subió al ala del aparato y vio el brillo azul claro que se extendía por el agua alrededor de los soportes que apoyaban el ala y la cola del avión. Asombrado por la nueva manifestación de las maravillas de la bahía, el piloto miró hacia la parte de bosque abatido por el aeroplano. Una mancha de azul intenso, rodeada de agua obscura, brillaba donde de día lucían los reflejos de las corrientes irisadas.

Sierguievski bajó a la barca y remó hasta la mancha brillante. Entre los troncos partidos el agua parecía una nube de gas azul luminoso que lanzaba reflejos plateados al rostro y a las manos de Sierguiévki. La luz que despedía el agua era suficiente para orientarse y el piloto recogió rápido unos cuantos trozos de madera, sin olvidarse de ramas con hojas y flores.

Durante los trabajos de remolcar el avión de la bahía, Sierguievski no tuvo tiempo para preguntar; pero cuando la “bahía de las corrientes irisadas” quedó atrás, el aviador no consiguió enterarse de nada que tuviera sentido. El árbol de que hablaba lo conocían los lugareños con el nombre de “árbol dulce”. Era raro en estas tierras y nadie había oído hablar de las propiedades maravillosas de su madera.

Lentamente y con cuidado, al par que la bajamar , se sacó la nave plateada a la superficie tranquila del mar y el rugido de los motores atronó las orillas tranquilas del trópico.

El albatros abandonó para siempre la bahía milagrosa, llevando rápido a través del océano a todo el grupito de personas escogidas por el destino para contemplar uno de los prodigios desconocidos de la naturaleza.

 

El profesor Kondrásev se volvió en su silla alta hacia Sierguievski que entraba en el laboratorio y en silencio le presentó una estantería con probetas en cuyo fondo se veían trocitos de la madera mágica que el aviador había traído. En el agua tornasolaban y refulgían hilillos y nubecitas de color ígneo y azul transparente que a veces se convertían en amarillo verdoso o azul resplandeciente.

–¿Parecido a su bahía? –sonrió el profesor interrogante.

–No del todo –repuso serio el aviador–. Allí los colores y las luces eran mucho más intensos.

–Claro –dijo el profesor cayendo en la cuenta–, porque en la bahía el agua es salada –y echó en las probetas varias gotas de una solución.

Al punto el azul se hizo espeso y de transparente se puso casi impenetrable a la vista, y las nubecillas amarillas parecían fundidas en oro carmesí.

–Parece –dijo el profesor– que la añadidura de una pequeña cantidad de álcali en el agua dulce aumenta considerablemente la capacidad de la madera para colorear el agua. Por lo demás, esto no es colorante, sino una sustancia especial que todavía la ciencia no conoce. Su propiedad luminiscente y opalescente puede resultar muy valiosa. Conseguí determinar el árbol. Es de la familia de los nogales grises comunes, pero es un representante muy antiguo de este grupo y se llama “eisengartia”. La eisengartia existió hace no menos de sesenta millones de años. Ahora este arbusto se encuentra muy extendido al sur de Estados Unidos y no tiene ninguna propiedad milagrosa, sin duda, porque ha degenerado debido a condiciones de vida desfavorables, y resulta que en el sur de México, en Yucatán y muy raro donde ustedes estuvieron, esta misma eisengartia se conservó en forma de arbolito, lo mismo que en los tiempos antiguos de su existencia. Este árbol posee las propiedades especiales que usted conoce. Precisamente representa el “cóatl” de los aztecas o el “árbol de la vida” de los sabios medievales.

A usted, amigo mío, le corresponde la honra del descubrimiento o, mejor, del redescubrimiento, de esta valiosa planta.

El profesor se levantó y solemnemente sacó del armario una copa pequeña hecha de madera obscura de eisengartia.

–A usted –dijo sirviendo en la copa agua limpia de un matraz–, a usted le corresponde por derecho propio beber la bebida mágica que conservaba la salud de los señores medievales…

En la copa obscura el agua parecía un espejo del azul más intenso. Sierguievski, sonriendo confuso, tomó la copa de manos del profesor y, sin vacilar, la apuró hasta la última gota.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario