Augusto Roa Bastos
La
primera noche que Margaret vio a los carpincheros fue la noche de San Juan.
Por el río bajaban
flotando llameantes islotes. Los tres habitantes de la casa blanca corrieron hacia
el talud para contemplar el extraordinario espectáculo.
Las fogatas brotaban
del agua misma. A través de ella aparecieron “los carpincheros”.
Parecían seres
de cobre o de barro cocido, parecían figuras de humo que pasaban ingrávidas a flor
de agua. Las chatas y negras embarcaciones hechas con la mitad de un tronco excavado
apenas se veían. Era una flotilla entera de cachiveos. Se deslizaron silenciosamente
por entre el crepitar de las llamas, arrugando la chispeante membrana del río.
Cada cachiveo
tenía los mismos tripulantes: dos hombres bogando con largas tacuaras, una mujer
sentada en el plan, con la pequeña olla delante. A proa y a popa, los perros expectantes
e inmóviles, tan inmóviles como la mujer que echaba humo del cigarro sin sacarlo
en ningún momento de la boca. Todas parecían viejas, de tan arrugadas y flacas.
A través de sus guiñapos colgaban sus fláccidas mamas o emergían sus agudas paletillas.
Sólo los hombres
se erguían duros y fuertes. Eran los únicos que se movían. Producían la sensación
de andar sobre el agua entre los islotes de fuego. En ciertos momentos, la ilusión
era perfecta. Sus cuerpos elásticos, sin más vestimenta que la baticola de trapo
arrollada en torno de sus riñones sobre la que se hamacaba el machete desnudo, iban
y venían alternadamente sobre los bordes del cachiveo para impulsarlo con los botadores.
Mientras el de babor, cargándose con todo el peso de su cuerpo sobre el botador
hundido en el agua, retrocedía hacia popa, el de estribor con su tacuara recogida
avanzaba hacia proa para repetir la misma operación que su compañero de boga. El
vaivén de los tripulantes seguía así a lo largo de toda la fila sin que ninguna
embarcación sufriera la más leve oscilación, el más ligero desvío. Era un pequeño
prodigio de equilibrio.
Iban silenciosos.
Parecían mudos, como si la voz formara apenas parte de su vida errabunda y montaraz.
En algún momento levantaron sus caras, tal vez extrañados también de los tres seres
de harina que desde lo alto de la barranca verberante los miraban pasar. Alguno
que otro perro ladró. Alguna que otra palabra gutural e incomprensible anduvo de
uno a otro cachiveo, como un pedazo de lengua atada a un sonido secreto.
El agua ardía.
El banco de arena era un inmenso carbunclo encendido al rojo vivo. Las sombras de
los carpincheros resbalaron velozmente sobre él. Pronto los últimos carpincheros
se esfumaron en el recodo del río. Habían aparecido y desaparecido como en una alucinación.
Margaret quedó
fascinada. Su vocecita estaba ronca cuando preguntó:
–¿Son indios esos
hombres, papá?
–No, Gretchen,
son los vagabundos del río, los gitanos del agua –respondió el mecánico alemán.
–¿Y qué hacen?
–Cazan carpinchos.
–¿Para qué?
–Para alimentarse
de su carne y vender el cuero.
–¿De dónde vienen?
–¡Oh, Püppchen,
nunca se sabe!
–¿Hacia dónde
van?
–No tienen rumbo
fijo. Siguen el curso de los ríos. Nacen, viven y mueren en sus cachiveos.
–Y cuando mueren,
Vati, ¿dónde les dan sepultura?
–En el agua, como
a los marineros en alta mar –la voz de Eugen tembló un poco.
–¿En el río, Vati?
–Son las fogatas
de San Juan –explicó pacientemente el inmigrante a su hija.
–¿Las hogueras
de San Juan?
–Los habitantes
de San Juan de Borja las encienden esta noche sobre el agua en homenaje a su patrono.
–¿Cómo sobre el
agua? –siguió exigiendo Margaret.
–No sobre el agua
misma, Gretchen. Sobre los camalotes. Son como balsas flotantes. Las acumulan en
gran cantidad, las cargan con brasas de paja y ramazones secas, les pegan fuego
y las hacen zarpar. Alguna vez iremos a San Juan de Borja a verlo hacer.
Durante un buen
trecho, el río brillaba como una serpiente de fuego caída de la noche mitológica.
Así se estaba
representando probablemente Margaret el río lleno de hogueras.
–¿Y los carpincheros
arrastran esos fuegos con sus canoas?
–No, Gretchen;
bajan solos en la correntada. Los carpincheros sólo traen sus canoas a que los fuegos
del Santo chamusquen su madera para darles suerte y tener una buena cacería durante
todo el año. Es una vieja costumbre.
–¿Cómo lo sabes,
Vati? –la curiosidad de la niña era inagotable. Sus ocho años de vida estaban conmovidos
hasta la raíz.
–¡Oh, Gretchen!
–la reprendió Ilse suavemente–. ¿Por qué preguntas tanto?
–¿Cómo lo sabes,
Vati? –insistió Margaret sin hacer caso.
–Los peones de
la fábrica me informaron. Ellos conocen y quieren mucho a los carpincheros.
–¿Por qué?
–Porque los peones
son como esclavos en la fábrica. Y los carpincheros son libres en el río. Los carpincheros
son como las sombras vagabundas de los esclavos cautivos en el ingenio, en los cañaverales,
en las máquinas –Eugen se había ido exaltando poco a poco–. Hombres prisioneros
de otros hombres. Los carpincheros son los únicos que andan en libertad. Por eso
los peones los quieren y los envidian un poco.
–Ja –dijo solamente
la niña, pensativa.
Desde entonces,
la fantasía de Margaret quedó totalmente ocupada por los carpincheros. Habían nacido
del fuego delante de sus ojos. Las hogueras del agua los habían traído. Y se habían
perdido en medio de la noche como fantasmas de cobre, como ingrávidos personajes
de humo.
La explicación
de su padre no la satisfizo del todo, salvo tal vez en un solo punto: en que los
hombres del río eran seres envidiables. Para ella eran, además, seres hermosos,
adorables.
Torturó su imaginación
e inventó una teoría. Les dio un nombre más acorde con su misterioso origen. Los
llamó Hombres de la Luna. Estaba firmemente convencida de que ellos procedían del
pálido planeta de la noche por su color, por su silencio, por su extraño destino.
“Los ríos bajan
de la luna –se decía–. Si los ríos son su camino –concluía fantástica–, es seguro
que ellos son los Hombres de la Luna”.
Por un tiempo
lo supo ella solamente, Ilse y Eugen quedaron al margen de su secreto.
No hacía mucho
que habían arribado al ingenio azucarero de Tebicuary del Guairá. Llegaron directamente
desde Alemania, poco después de finalizada la Primera Guerra Mundial.
A ellos, que venían
de las ruinas, del hambre, del horror, Tebicuary Costa se les antojó al comienzo
un lugar propicio. El río verde, los palmares de humo bañados por el viento norte,
esa fábrica rústica, casi primitiva, los ranchos, los cañaverales amarillos, parecían
suspendidos irrealmente en la verberación del sol como en una inmensa telaraña de
fiebre polvorienta. Sólo más tarde iban a descubrir todo el horror que encerraba
también esa telaraña donde la gente, el tiempo, los elementos, estaban presos en
su nervadura seca y rojiza alimentada con la clorofila de la sangre. Pero los Plexnies
arribaron al ingenio en un momento de calma relativa. Ellos no querían más que olvidar.
Olvidar y recomenzar.
–Este sitio es
bueno –dijo Eugen apretando los puños y tragando el aire a bocanadas llenas, el
día que llegaron. Más que convicción, había esperanza en su voz, en su gesto.
–Tiene que ser
bueno –corroboró simplemente Ilse. Su marchita belleza de campesina bávara estaba
manchada de tierra en el rostro, ajada de tenaces recuerdos.
Margaret parecía
menos una niña viva que una muñeca de porcelana, menudita, silenciosa, con sus ojos
de añil lavado y sus cabellos de lacia plata brillante. Traía su vestidito de franela
tan sucio como sus zapatos remendados. Llegó aupada en los recios y tatuados brazos
de Eugen, de cuya cara huesuda goteaba el sudor sobre las rodillas de su hija.
En los primeros
días habitaron un galpón de hierros viejos en los fondos de la fábrica. Comían y
dormían entre la ortiga y la herrumbre. Pero el inmigrante alemán era también un
excelente mecánico tornero, de modo que enseguida lo pusieron al frente del taller
de reparaciones. La administración les asignó entonces la casa blanca con techo
de cinc que estaba situada en ese solitario recodo del río.
En la casa blanca
había muerto asesinado el primer testaferro de Simón Bonaví, dueño del ingenio.
Uno de los peones previno al mecánico alemán:
–No te de’cuida-ke,
don Oiguen. En la’sánima en pena de Eulogio Penayo, el mulato asesinado, ko alguna
noche anda por el Oga-morotï. Nojotro’ solemo’ oír su lamentación.
Eugen Plexnies
no era supersticioso. Tomó la advertencia con un poco de sorna y la transmitió a
Ilse, que tampoco lo era. Pero entre los dos se cuidaron muy bien de que Margaret
sospechara siquiera el siniestro episodio acaecido allí hacía algunos años.
Como si lo intuyera,
sin embargo, Margaret al principio, más aún que en el galpón de hierros viejos,
se mostraba temerosa y triste. Sobre todo por las tardes, al caer la noche. Los
chillidos de los monos en la ribera boscosa la hacían temblar. Corría a refugiarse
en los brazos de su madre.
–Están del otro
lado, Gretchen –la consolaba Ilse–. No pueden cruzar el río. Son monitos chicos,
de felpa, parecidos a juguetes. No hacen daño.
–¿Y cuándo tendré
uno? –pedía entonces Margaret, más animada. Pero siempre tenía miedo y estaba triste.
Entonces fue cuando vio a los carpincheros entre las fogatas, la noche de San Juan.
Un cambio extraordinario se operó en ella de improviso. Pedía que la llevaran a
la alta barranca de piedra caliza que caía abruptamente sobre el agua. Desde allí
se divisaba el banco de arena de la orilla opuesta, que cambiaba de color con la
caída de la luz. Era un hermoso espectáculo. Pero Margaret se fijaba en las curvas
del río. Se veía que aguardaba con ansiedad apenas disimulada el paso de los carpincheros.
El río se deslizaba
suavemente con sus islas de camalotes y sus raigones negros aureolados de espuma.
El canto del guaimingüé sonaba en la espesura como una ignota campana sumergida
en la selva. Margaret ya no estaba triste ni temerosa. Acabó celebrando con risas
y palmoteos el salto plateado de los peces o las vertiginosas caídas del martín-pescador
que se zambullía en busca de su presa. Parecía completamente adaptada al medio,
y su secreta impaciencia era tan intensa que se parecía a la felicidad.
Cuando esto sucedió,
Eugen dijo con una profunda inflexión en la voz:
–¿Ves, Ilse? Yo
sabía que este lugar es bueno:
–Sí, Eugen; es
bueno porque permite reír a nuestra hijita.
En la alta barranca
abrazaron y besaron a Margaret, mientras la noche, como un gran pétalo negro cargado
de aromas, de silencio, de luciérnagas, lo devoraba todo menos el espejo tembloroso
del agua y el fuego blanco y dormido del arenal.
–¡Miren, ahora
se parece a un grosser queso flotando en el agua! –comentó Margaret riéndose.
llse pensó en los grandes quesos de leche de yegua de su aldea. Eugen, en cierto
banco de hielo en que su barco había encallado una noche cerca del Shager-Rak, durante
la guerra, persiguiendo a un submarino inglés.
Por la mañana
venían las lavanderas. Sus voces y sus golpes subían del fondo de la barranca. Margaret
salía con su madre a verlas trabajar. La lejía manchaba el agua verde con un largo
cordón de ceniza que bajaba en la correntada a lo largo de la orilla en herradura.
Enfrente, el banco de arena reverberaba bajo el sol.
Se veía cruzar
sobre él la sombra de los pájaros. Una mañana vieron tendido en la playa un yacaré
de escamosa cola y lomo dentado.
–¡Un dragón, mamá…!
–gritó Margaret, pero ya no sentía miedo. –No, Gretchen. Es un cocodrilo.
–¡Qué lindo! Parece
hecho de piedra y de alga.
Otra vez, un venadito
llegó saltando por entre el pajonal hasta muy cerca de la casa. Cuando Margaret
corrió hacia él llamándolo, huyó trémulo y flexible, dejando en los ojos celestes
de la alemanita un regusto de ternura salvaje, como si hubiera visto saltar por
el campo un corazón de hierba dorada, el fugitivo corazón de la selva. Otra vez
fue un guacamayo de irisado cuerpo granate, pecho índigo y verde, alas azules, larga
cola roja y azul y ganchudo pico de cuerno; un arco iris de pluma y ronco graznido
posado en la rama de timbó. Otra vez, una víbora de coral que Eugen mató con el
machete entre los yuyos del potrero. Así Margaret fue descubriendo la vida y el
peligro en el mundo de hojas, tierno, áspero, insondable, que la rodeaba por todas
partes. Empezó a amar su ruido, su color, su misterio, porque en él percibía además
la invisible presencia de los carpincheros.
En las noches
de verano, después de cenar, los tres moradores del caserón blanco salían a sentarse
en la barranca. Se quedaban allí tomando el fresco hasta que los mosquitos y jejenes
se volvían insoportables. Ilse cantaba a media voz canciones de su aldea natal,
que el chapoteo de la correntada entre las piedras desdibujaba tenuemente o mechaba
de hiatos trémulos, como si la voz sonara en canutillos de agua. Eugen, fatigado
por el trabajo del taller, se tendía sobre el pasto con las manos debajo de la nuca.
Miraba hacia arriba recordando su antiguo y perdido oficio de marino, dejando que
la inmensa espiral del cielo verdinegro, cuajado de enruladas virutas brillantes
como su torno, se le estancara al fondo de los ojos. Pero no podía anular la preocupación
que lo trabajaba sin descanso.
La suerte de los
hombres en el ingenio, en cuyos pechos oprimidos se estaba incubando la rebelión.
Eugen pensaba en los esclavos del ingenio. La cabecita platinada de Margaret soñaba,
en cambio, con los hombres libres del río, con sus fabulosos Hombres de la Luna.
Esperaba cada
noche verlos bajar por el río.
Los carpincheros
aparecieron dos o tres veces más en el curso de ese año. A la luz de la luna, más
que el fulgor de las hogueras, cobraban su verdadera substancia mitológica en el
corazón de Margaret. Una noche desembarcaron en la arena, encendieron pequeñas fogatas
para asar su ración de pescado y después de comer se entregaron a una extraña y
rítmica danza, al son de un instrumento parecido a un arco pequeño. Una de sus puntas
penetraba en un porongo partido por la mitad y forrado en tirante cuero de carpincho.
El tocador se pasaba la cuerda del arco por los dientes y le arrancaba un zumbido
sordo y profundo como si a cada boqueada vomitara en la percusión el trueno acumulado
en su estómago. Tum-tu-tum… Tam-ta-tam… Ta-tam… Tu-tum… Ta-tam… Tain-ta-tam… Arcadas
de ritmo caliente en la cuerda del gualambau, en el tambor de porongo, en la dentadura
del tocador. Sonaban sus costillas, su piel de cobre, su estómago de viento, el
porongo parchado de cuero y temblor, con su tuétano de música profunda parecida
a la noche del río, que hacía hamacar los pies chatos, los cuerpos de sombra en
el humo blanco del arenal.
Tum-tu-tum… Tam-ta-tam…
Tu-tum… Ta-tam… Tu-tummmm…
La respiración
de Margaret se acompasaba con el zumbido del gualambau. Se sentía atada misteriosamente
a ese latido cadencioso encajonado en las barrancas.
Cesó la música.
El hilván negro de los cachiveos se puso en movimiento con sus botadores de largas
tacuaras que parecían andar sobre el agua, que se fueron alejando sobre carriles
de espuma cada vez más queda, hasta desvanecerse en la tiniebla azul y rayada de
luciérnagas.
Los esperaba siempre.
Cada vez con impaciencia más desordenada. Siempre sabía cuándo iban a aparecer y
se llenaba de una extraña agitación, antes de que el primer cachiveo bordeara el
recodo a lo lejos, en el hondo cauce del río.
–¡Ahí vienen!
–la vocecita de Margaret surgía rota por la emoción. El canturreo gangoso o el silencio
de Ilse se interrumpía. Eugen se incorporaba asustado.
–¿Cómo lo sabes,
Gretchen?
–No sé. Los siento
venir. Son los Hombres de la Luna… de la Luna…
Era infalible.
Un rato después, los cachiveos pasaban peinando la cabellera de cometa verde del
río. El corazón le palpitaba fuertemente a Margaret. Sus ojitos encandilados rodaban
en las estelas de seda líquida hasta que el último de los cachiveos desaparecía
en el otro recodo detrás del brillo espectral del banco de arena roído por los pequeños
cráteres de sombra.
En esas noches,
la pequeña Margaret hubiera querido quedarse en la barranca hasta el amanecer porque
los sigilosos vagabundos del río podían volver a remontar la corriente en cualquier
momento.
–¡No quiero ir
a dormir… no quiero entrar todavía! ¡No me gusta la casa blanca! ¡Quiero quedarme
aquí… aquí! –gimoteaba.
La última vez
se aferró a los hierbajos de la barranca. Tuvieron literalmente que arrancarla de
allí. Entonces Margaret sufrió un feo ataque de nervios que la hizo llorar y retorcerse
convulsivamente durante toda la noche. Sólo la claridad del alba la pudo calmar.
Después durmió casi veinticuatro horas con un sueño inerte, pesado.
–El espectáculo
de los carpincheros –dijo Ilse a su marido– está enfermando a Margaret.
–No saldremos
más a la barranca –decidió él, sordamente preocupado.
–Será mejor, Eugen
–convino Ilse.
Margaret no volvió
a ver a los Hombres de la Luna en los meses que siguieron. Una noche los oyó pasar
en la garganta del río. Ya estaba acostada en su catrecito. Lloró en silencio, contenidamente.
Temía que su llanto la delatara. El ladrido de los perros se apagó en la noche profunda,
el tenue rumor de los cachiveos arañados de olitas fosfóricas. Margaret los tenía
delante de los ojos. Se cubrió la cabeza con las cobijas. De pronto dejó de llorar
y se sintió extrañamente tranquila porque en un esfuerzo de imaginación se vio viajando
con los carpincheros, sentadita, inmóvil, en uno de los cachiveos. Se durmió pensando
en ellos y soñó con ellos, con su vida nómada y bravía deslizándose sin término
por callejones de agua en la selva.
Con el día su
pena recomenzó. Nada peor que la prohibición de salir a la barranca podía haberle
sucedido. Volvió a ser triste y silenciosa. Andaba por la casa como una sombra,
humillada y huraña. Llegó a detestar en secreto todo lo que la rodeaba: el ingenio
en que trabajaba su padre, el sitio sombrío que habitaban, la vivienda de paredes
encaladas y ruinosas, su pieza, cuya ventana daba hacia la barranca, pero a través
de la cual no podía divisar a sus deidades acuáticas cuando ella sola escuchaba
en la noche el roce de los cachiveos sobre el río.
A pesar de todo,
Margaret fue mejorando lentamente, hasta que ella misma creyó que había olvidado
a los Hombres de la Luna. La casa blanca pareció reflotar con la dicha plácida de
sus tres moradores como un témpano tibio en la noche del trópico.
Para celebrarlo,
Eugen agregó otro tatuaje a los que ya tenía en su pellejo de ex marino. En el pecho,
sobre el corazón, junto a dos anclas en cruz, dibujó con tinta azul el rostro de
Margaret. Salió bastante parecido.
–Ya no te podrás
borrar de aquí, Gretchen. Tengo tu foto bajo la piel.
Ella reía feliz
y abrazaba cariñosa al papito.
Así llegó otra
vez la noche de San Juan. La noche de las fogatas sobre el agua.
Eugen, Ilse y
Margaret se hallaban cenando en la cocina cuando los primeros islotes incandescentes
empezaban a bajar por el río. El errabundo fulgor que subía de la garganta rocosa
les doró el rostro. Se miraron los tres, serios, indecisos, reflexivos. Eugen por
fin sonrió y dijo:
–Sí, Gretchen.
Esta noche iremos a la barranca a ver pasar las hogueras.
En ese mismo momento
llegó hasta ellos el aullido de un animal, mezclado al grito angustioso de un hombre.
El aullido salvaje volvió a oírse con un timbre metálico indescriptible: se parecía
al maullido de un gato rabioso, a una uña de acero rasgando súbitamente una hoja
de vidrio.
Salieron corriendo
los tres hacia la barranca. Al resplandor de las fogatas vieron sobre el arenal
a un carpinchero luchando contra un bulto alargado y flexible que daba saltos prodigiosos
como una bola de plata peluda disparada en espiral a su alrededor.
–¡Es un tigre
del agua! –murmuró Eugen, horrorizado.
–iMein gott!–gimió
Ilse.
El carpinchero
lanzaba desesperados machetazos a diestro y siniestro, pero el lobo-pe, rápido como
la luz, tornaba inofensivo el vuelo decapitador del machete.
Los otros carpincheros
estaban desembarcando ya también en el arenal, pero era evidente que no conseguirían
llegar a tiempo para acorralar y liquidar entre todos a la fiera. Se oían las lamentaciones
de las mujeres, los gritos de coraje de los hombres, el jadeante ladrar de los perros.
El duelo tremendo
duró poco, contados segundos a lo más. El carpinchero tenía ya un canal sangriento
desde la nuez hasta la boca del estómago. El lobo-pe seguía saltando a su alrededor
con agilidad increíble. Se veía su lustrosa pelambre manchada por la sangre del
carpinchero. Ahora era un bulto rojizo, un tizón alado de larga cola nebulosa, cimbrándose
a un lado y otro en sus furiosas acometidas, tejiendo su danza mortal en torno al
hombre oscuro. Una vez más saltó a su garganta y quedó pegado a su pecho porque
el brazo del carpinchero también había conseguido cerrarse sobre él hundiéndole
el machete en el lomo hasta el mango, de tal modo que la hoja debió hincarse en
su pecho como un clavo que los fundía a los dos. El grito de muerte del hombre y
el alarido metálico de la fiera rayaron juntos al tímpano del río. Juntos empezaron
a chorrear los borbotones de sus sangres. Por un segundo más, el carpinchero y el
lobo-pe quedaron erguidos en ese extraño abrazo como si simplemente hubieran estado
acariciándose en una amistad profunda, doméstica, comprensiva. Luego se desplomaron
pesadamente, uno encima del otro, sobre la arena, entre los destellos oscilantes.
Después de algunos instantes el animal quedó inerte. Los brazos y las piernas del
hombre aún se movían en una ansia crispada de vivir. Un carpinchero desclavó de
un tirón al lobo-pe del pecho del hombre, lo degolló y arrojó al río con furia su
cabeza de agudo hocico y atroces colmillos. Los demás empezaron a rodear al moribundo.
Ilse tenía el
rostro cubierto con las manos. El espanto estrangulaba sus gemidos. Eugen estaba
rígido y pálido con los puños hundidos en el vientre. Solo Margaret había contemplado
la lucha con expresión impasible y ausente. Sus ojos secos y brillantes miraban
hacia abajo con absoluta fijeza en la inmovilidad de la inconsciencia o del vértigo.
Solamente el ritmo de su respiración era más agitado. Por un misterioso pacto con
las deidades del río, el horror la había respetado. En el talud calizo iluminado
por las fogatas que bogaban a la deriva, ella misma era una pequeña deidad casi
incorpórea, irreal.
Los carpincheros
parecían no saber qué hacer. Algunos de ellos levantaron sus caras hacia la casa
de los Plexnies y la señalaron con gestos y palabras ininteligibles. Era la única
vivienda en esos parajes desiertos.
Deliberaron. Por
fin se decidieron. Cargaron al herido y lo pusieron en un cachiveo. Toda la flotilla
cruzó el río. Volvieron a desembarcar y treparon por la barranca.
Margaret, inmóvil,
veía subir hacia ella, cada vez más próximos, a los Hombres de la Luna. Veía subir
sus rostros oscuros y aindiados. Los ojos chicos bajo el cabello hirsuto y duro
como crin negra. En cada ojo había una hoguera chica. Venían subiendo las caras
angulosas con pómulos de piedra verde, los torsos cobrizos y sarmentosos, las manos
inmensas, los pies córneos y chatos. En medio subía el muerto que ya era de tierra.
Detrás subían las mujeres harapientas, flacas y tetudas. Subían, trepaban, reptaban
hacia arriba como sombras pegadas a la resplandeciente barranca. Con ellos subían
las chispas de las fogatas, subían voces guturales, el llanto de iguana herida de
alguna mujer, subían ladridos de los que iban brotando los perros, subía un hedor
de plantas acuáticas, de pescados podridos, de catinga de carpincho, de sudor…
Subían, subían…
–¡Vamos, Gretchen!
–Ilse la arrastró de las manos.
Eugen trajo el
farol de la cocina cuando los carpincheros llegaron a la casa. Sacó al corredor
un catre de trama de cuero y ordenó con gestos que lo pusieran en él. Después salió
corriendo hacia la enfermería para ver si aún podía traer algún auxilio a la víctima.
Ya desde el alambrado gritó:
–¡Vuelvo enseguida,
Ilse! ¡Prepara agua caliente y recipientes limpios!
Ilse va a la cocina,
mareada, asustada. Se le escucha manejarse a ciegas en la penumbra roja. Suenan
cacharros sobre la hornalla.
El destello humoso
del farol arroja contra las paredes las sombras movedizas de los carpincheros inmóviles,
silenciosos, hasta el llanto de iguana ha cesado. Se oye gotear la sangre en el
suelo. A través de los cuerpos coriáceos, Margaret ve el pie enorme del carpinchero
tendido en el catre. Se acerca un poco más. Ahora ve el otro pie. Son como dos chapas
callosas, sin dedos casi, sin talón, cruzados por las hondas hendiduras de roldana
que el borde filoso del cachiveo ha cavado allí en leguas y leguas, en años y años
de un vagabundo destino por los callejones fluviales. Margaret piensa que esos pies
ya no andarán sobre el agua y se llena de tristeza. Cierra los ojos. Ve el río cabrilleante,
como tatuado de luciérnagas. El olor almizclado, el recio aroma montaraz de los
carpincheros ha henchido la casa, lucha contra la tenebrosa presencia de la muerte,
alza en vilo el pequeño, el liviano corazón de Margaret. Lo aspira con ansias. Es
el olor salvaje de la libertad y de la vida. De la memoria de Margaret se están
borrando en este momento muchas cosas. Su voluntad se endurece en torno a un pensamiento
fijo y tenso que siente crecer dentro de ella. Ese sentimiento la empuja. Se acerca
a un carpinchero alto y viejo, el más viejo de todos, tal vez el jefe. Su mano se
tiende hacia la gran mano oscura y queda asida a ella como una diminuta mariposa
blanca posada en una piedra del río. Las hogueras siguen bajando sobre el agua.
La sangre gotea sobre el piso. Los carpincheros van saliendo. Durante un momento
sus pies callosos raspan la tierra del patio rumbo a la barranca con un rasguido
de carapachos veloces y rítmicos. Se van alejando. Cesa el rumor. Vuelve a oírse
el desagüe del muerto solo, abandonado en el corredor. No hay nadie.
Ilse sale de la
cocina. El miedo, el pavor, el terror, la paralizan por un instante como un baño
de cal viva que agrieta sus carnes y le quema hasta la voz. Después llama con un
grito blanco, desleído, que se estrella en vano contra las paredes blancas y agrietadas:
–¡Margaret… Gretchen…!
Corre hacia la
barranca. El hilván de los cachiveos está doblando el codo entre las fogatas. Los
destellos muestran todavía por un momento, antes de perderse en las tinieblas, los
cabellos de leche de Margaret. Va como una luna chica en uno de los cachiveos negros.
–¡Gretchen… mein
herzchen…!
Ilse vuelve corriendo
a la casa. Un resto de instintiva esperanza la arrastra. Tal vez no; tal vez no
se ha ido.
–¡Gretchen… Gretchen…!
–su grito agrio y seco tiene ya la desmemoriada insistencia de la locura.
Llega en el momento
en que el carpinchero muerto se levanta del catre convertido en un mulato gigantesco.
La oye reír y llorar. Lo ve andar como un ciego, golpeándose contra las paredes.
Busca una salida. No la encuentra. La muerte tal vez lo acorrala todavía. Suena
su risa. Suenan sus huesos contra la tapia. Suena su llanto quejumbroso.
Ilse huye, huye
de nuevo hacia el río, hacia el talud. Las hogueras rojas bajan por el agua.
–¡Gretchen… Gretchen…!
Un trueno sordo
le responde ahora. Surge del río, llena toda la caja acústica del río ardiendo bajo
el cielo negro. Es el gualambau de los carpincheros. Ilse se aproxima imantada por
ese latido siniestro que ya llena ahora toda la noche. Dentro de él está Gretchen,
dentro de él tiembla el pequeño corazón de su Gretchen…
Mira hacia abajo
desde la barranca. Ve muchos cuerpos, los cuerpos sin cara de muchas sombras que
se han reunido a danzar en el arenal al compás del tambor de porongo.
Tum-tu-tum… Tam-ta-tam…
Ta-tam… Tu-tum… Tam-ta-tam…
Se hamacan los
pies chatos y los cuerpos de sombra entre el humo blanco del arenal.
Dientes inmensos
de tierra, de fuego, de viento, mascan la cuerda de agua del gualambau y le hacen
vomitar sus arcadas de trueno caliente sobre la sien de harina de Ilse.
Tum-tu-tum… Tam-ta-tam…
Tum-tu-tummm…
En el tambor de
porongo el redoble rítmico y sordo se va apagando poco a poco, se va haciendo cada
vez más lento y tenue, lento y tenue. El último se oye apenas como una gota de sangre
cayendo sobre el suelo.
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