Abelardo Castillo
Soy un escritor fracasado. No es un comienzo demasiado
original, lo sé. Ni me pasa sólo a mí. Varios de mis mejores amigos podrían
encabezar su autobiografía de la misma manera, sin faltar en absoluto a la
verdad. Sólo que yo lo acepto naturalmente, que ésta no aspira a ser la narración
completa de mi vida y que, yo, tengo una historia de amor para contar.
Mis amigos, escribí: es una exageración,
claro. O un automatismo. De algún modo sin embargo hay que codificar las cosas
y lo fundamental es que el que escribe se dé a entender. O no es lo
fundamental, pero me da lo mismo. También soy un tipo desagradable, y hasta
deliberadamente desagradable. ¿Qué esperaban? Y en esto ya me parezco no sólo a
mis amigos, sino a la casi totalidad de los habitantes de Buenos Aires. Es extraño:
iba a poner del mundo y me pareció enfático, bajé a del país y resultó
incoherente. Buenos Aires, en cambio, ¿eh, Discepolín? Lo que pasa es que en el
fondo debo tener ganas de escribir un tango, o un sainete. Ella se llamaba
Laura, nombre prestigioso. Él soy yo. Y como las revistas femeninas donde hoy
se publican mis cuentos seguramente se negarían a pagarme éste, y como debo
escribirlo, no tengo más remedio que hacerlo acá, como quien canta. Cuando él
la conoció ella llevaba un absurdo sombrerito tipo plato volador, de colegio de
hermanas, y una pollera azul marino tableada. Tenía quince años, la cara
redonda y algo en los ojos, algo que vaticinaba lo que pasó después: una
especie de sabiduría, no sé bien. Él tenía veinte años. Romeo y Julieta, lógico
que lo pensó. Y Pablo y Virginia, y Dafnis y Cloe, y todo lo demás. Él hacía
versos, pronunciaba frases, citaba a William Blake, creía a destajo en la
Inmortalidad. Y naturalmente despreciaba a los tipos como yo. Yo y mi
generación hemos ido a parar, casi sin darnos cuenta, a las secciones
literarias de las revistas semanales, hacemos libretos de televisión firmados
con seudónimo, ya hemos cumplido treinta años. Somos corrosivos e irónicos.
Aunque no sé por qué meto a mi generación en esto. No hay más que yo, ésta es
mi historia, no la de la Juventud Dorada del país. Él citaba a Blake, por esa
parte iba. Ella lo dejaba hablar y lo miraba entre fascinada y condescendiente,
como desde otra vereda, o como si él estuviera enfermo de alguna cosa sin importancia
que se le iba a pasar pronto. O ahora me parece que lo miraba así. Y ahí está
el nudo de la historia, su ambigüedad. La de su mirada. No hay ninguna razón
para que cuente acá cómo la conoció, porque aunque parezca mentira fue en un
parque. Altos plátanos, atardecer. Y más tarde, en algún redondel de la noche,
la luz de una calesita, su música de calesita. Hay que contar, en cambio, que
después la mano de él le tocó la cintura al cruzar una calle y él sintió en los
dedos que la dulce Julieta del sombrerito era de carne y huesos. Téngase en
cuenta que eran adolescentes: tocarla fue una mezcla de decepción, maravilla y
gelatina. Téngase en cuenta que eran adolescentes, él difícilmente iba a volver
a enamorarse después de aquel contacto, o de la calesita. Siete años más tarde,
ella me dejó. A esa altura él ya era yo, había publicado un librito de versos y
había empezado a dejarse convencer de que la vida es dura, que hay que vivir,
que uno puede ir erigiendo el monumento más perdurable que el bronce y redactar
la Sección Espectáculos del semanario tipo Times. Ser Horacio y Gatsby, en
suma. Para esa época ya se me invitaba a fiestas con muchachas como juncos que
aspiraban a recibirse de Simone de Beauvoir. Tenían generalmente pómulos altos,
pelo negro, desarreglos ováricos y aire egipcio. En las comparaciones, la dulce
Julieta, su cara de torta, se desvanecía irreparablemente. Sin contar que a
ellas, en la cama, yo todavía podía hablarles de Kierkegaard, de epopeyas a
redactar y del arte en general, sin que dejaran ver cómo se hartaban. Hubo, una
mañana, una llamada telefónica: Laura me llamó por teléfono un domingo a la
mañana y en cuanto levanté el tubo, dijo: Lo sé todo. (Ha pasado mucho tiempo:
no me la imagino diciendo una frase como lo sé todo, pero el caso es que dijo
algo que equivalía a eso). Y él dijo: “Tenés que dejarme que te explique”.
Aclarar que ella no sabía que Romeo ya era Mister Hyde, pero que la respuesta
de él fue suficiente para que ella cortara llorando y él volviera a llamarla y
decidieran verse en una plaza para acabar de una vez la dolorosa historia, es
innecesario. La plaza se llamaba San Cristóbal: era la misma de la primera vez,
porque a la realidad le gustan las simetrías, es cierto; la realidad, en el
fondo, quiere parecerse a la literatura. Me ahorro los patetismos y digo que, como
final, fue casi hermoso. No volvió a llorar; me miraba. Lo que mejor recuerdo
es eso, y un gesto: el de echarse suavemente con la mano el pelo hacia atrás. Y
que sonrió. Le dije que era lo mejor que podía pasarle, darse cuenta de que yo
no era su tipo. Le dije si había notado que donde estaba la calesita habían
puesto un busto de Lafinur. No le dije que en realidad yo estaba un poco harto
de su carita de luna, de sus ahogos (ella se ahogaba cuando estaba nerviosa,
solía ocurrirle en la cama y al principio era casi poético, después no), harto,
para resumir, de siete años. Siete años y los dos últimos algo sobrecargados de
búsquedas de departamento, anillos de compromiso, vidrieras con muebles estilo
provenzal y todo lo que hace de la vida un cuento mío de diez mil pesos. Pensé:
“Si al menos me engrupiera de que la he salvao”. Y la dejé ir.
De este final hace cuatro años. Ahora he
cumplido treinta y dos y, hará más o menos cinco horas, ella volvió a mirarme
desde esa puerta por última vez. Oblicuamente el sol daba en el vidrio, y en
realidad ahí está toda la historia. Pero entre este segundo final y aquél de la
plaza, hubo otros encuentros, casuales al principio, y pasaron cosas. Pasó, por
ejemplo, que las muchachas iban pareciéndose cada día más a tapas de revistas,
se tomaba cada vez más whisky, encabecé un movimiento por la abolición del
libro y en favor de un arte masivo, usable como un traje o un calzoncillo,
temporal, vivo, anónimo como el Espíritu, feo como la mierda y por lo tanto
humano, etcétera, puse en argentino básico (y las firmé) las ideas de varios
estetas homosexuales franceses, gané un concurso a la mejor nota periodística
del año al denunciar el inhumano tratamiento que se les da a las locas en
Vieytes, viajé a Brasil, estuve a punto de casarme con una mulata en un
arranque del todo baudeleriano, y volví a verla. Sobre todo, volví a ver a
Julieta varias veces. Y hasta soñé con ella. Un sueño entre alegórico y obsceno
donde había anchas escalinatas de basalto en una llanura mítica, un circo, una especie
de circo romano bajo la luz fría y azul de un astro que no podía ser la Luna. O
el sueño fue muy posterior, qué sé yo. Y no me parece que tenga mucha
importancia. El hecho es que volví a verla, y hablamos. Hay fiestas, claro,
amigos comunes que son pintores o cortometrajistas, hay el Destino, las ganas
de comprobar si realmente se había cortado el pelo pese a mi difundida teoría
de que las mujeres, al ser abandonadas por un hombre, lo primero que hacen es
cortarse el pelo, o teñírselo, ponerse a estudiar guitarra o alguna
incoherencia por el estilo. Y además uno es civilizado y el mundo es un
pañuelo, en uno de cuyos pliegues cabe Buenos Aires, un balcón terraza desde el
que se ve el río, la voz de Marlene Dietrich haciéndome pensar si esta
atorranta (por Julieta) también se acordará cuando escucha Lili Marlene,
exactamente en el momento en que alguien me toca el brazo para preguntarme qué estoy
haciendo ahí, solo, en ese balcón. Bueno, no a punto de suicidarme. Y me reí.
Ella dijo que ya se lo imaginaba. Y en efecto se lo imaginaba. Me vi a mí mismo
en un andén de ferrocarril.
–Te acordás –dije– de aquello del andén de
Constitución, el andén doce.
–Catorce –dijo.
Nos reímos, los dos ahora. Con asquerosa
naturalidad. Llenos de adultez, maduramente considerando los dos (pero sobre
todo yo) a un conscripto el último día de su primer franco, conscripto que le
dice a su novia en el andén catorce de Constitución la frase del siglo. El conscripto
hace versos, cita a William Blake, tiene por delante un tren nocturno lleno de
cantos de conscriptos, patas de pollo, olor a pis, empanadas, voces en falsete
gritando traela al regimiento, o boludo, o por qué no le preguntas qué hace
mientras vos limpias caca en las caballerizas. Momento en que el Bardo
majestuosamente musita que hay días, días en que me canso, días como hoy en los
que tengo miedo de matarme. Y ella pregunta: “¿Qué?”. Y él: “Nada, una especie
de verso de Neruda”. Y ella: “Es que no te oí, por el ruido”. Y él: “Que a
veces quiero matarme, escuchas”. Y ella: “Sí, ahora sí pero no grites”. Y él: “Me
gustaría saber de qué te estás riendo”. Y ella: “De que estamos gritando como
locos, y que todos nos miran”. Después, besándome un ojo: “Y que vos no vas a
matarte nunca, subí”.
–Te enojaste tanto –dijo, en el balcón.
–No, si tenías razón, para qué iba a
matarme si acababa de caer muerto ahí mismo. Cómo andás.
–Bien.
–Te queda corto el pelo así, tan corto.
–Seguramente, sí.
Me puse a mirar el río. Iba a decir que era
notable lo bien que se veía el río esa noche pero me limité a emitir un
silbidito, después tosí. Había una luna impúdicamente lunar, llamar la atención
sobre el río era una manera aviesa de aludir a la luna, sin contar la voz de
Marlene Dietrich, ahí adentro. Una especie de enema de perfume de lilas. Dije:
–En fin.
Ella dijo:
–No te falta más que levantar las cejas y
decir: así es la cosa –se reía–. Realmente somos bárbaros conversando.
La próxima vez que la vi sólo nos saludamos
de lejos. Yo elaboré mi segunda teoría sobre las mujeres abandonadas: se
embellecen. También traduje del inglés una obrita detestable que estuvo ocho
meses en cartel, a teatro lleno. Con los derechos compré un departamento y un
Citroen. Yo era encargado de la Sección Espectáculos de tres revistas, y tengo amigos:
afirmamos que era genial, populosa de lesbianas y pederastas. Rompía todos los
esquemas y las convenciones. A partir de esto, el teatro de Jarry iba a tener
que montarse en un frasco de formol; Artaud y Beckett, dentro de una bolita de
naftalina. Estábamos hartos de pretensiosos loquitos que redactaban Autos
Sacramentales. En fin, que con los derechos de traducción me compré este
departamento y un Citroen. Debo confesar, también, que me indignaba un poco
verla. Verla a Laura. Había algo de viuda alegre en su nuevo fumar, y no sé qué
falta de respeto por mí a la altura del flequillo. Había crecido, además; pero hacía
muchos años que había crecido. El caso es que de pronto nuestros encuentros
dejaron de ser casuales. Hace alrededor de tres años, me dijo:
–Conocí a alguien.
Y esa misma noche, dejaron de ser casuales.
–Tenés un modo algo impreciso de aclararme
que el señor con cara de cornudo, que te tenía apoyada la mano en la cadera, no
es un atrevido. Y para cuándo son los confites.
Él era abogado o algo, no sé bien qué.
Quizá, hasta dentista. Algo era y descendía de austríacos y, por lo visto, se
iba a dormir a medianoche dejándola retozar en las fiestitas. No sólo porque
mañana hay que dar un buen madrugón, eh, sino por respeto, porque el hogar al
que él aspiraba debía estar sustentado sobre la base de la confianza mutua. Y El
Apoyo Mutuo u otros títulos optimistas. Si será puta, pensé. Y ahora que
reflexiono, el sueño fue después de este encuentro. Lo que no quiere decir que
tenga mucha relación, sino que me acordé. Y voy a contarlo.
Había escalinatas en el sueño, altas
plataformas superpuestas en la noche. Una especie de anfiteatro de basalto, y
yo desnudo, pero sin experimentar vergüenza. No porque estuviera solo, sino
porque las cosas eran naturalmente así. La claridad de la luna era como fría, consecuencia
de dormir destapado, y yo estaba inquieto. Algo iba a suceder. Tenía la espalda
apoyada en las piedras de un paredón semicircular, alto, pero lo que me
preocupaba eran los zócalos, esas puertas-trampa dispuestas a lo largo del
semicírculo, por una de las cuales iba inminentemente a salir algo. Ella salió,
es natural. En cuatro patas salió, aunque la idea no es ésta, porque no
resultaba grotesco: salió así porque las cosas ocurrían de ese modo. Y estaba
vestida de verde. Hasta ese momento se ignoraba quién o qué cosa iba a salir al
levantarse las rejas. Yo tenía algo en la mano, algo muy importante para mi
defensa pero nunca pude recordar luego de qué se trataba. Creo más bien que era
un objeto propio del sueño, sin equivalentes y sin significación alguna fuera
de aquel contexto. Contexto, se me ocurre cada palabra: paisaje lunar,
eso pensé. Porque aquello era un anfiteatro en la Luna. Salió, vestida de
verde. Y en ese mismo instante sentí que aquel color no correspondía, durante
un segundo, en el sueño, fui consciente de que aquello era un sueño y que el
color de su vestido debía ser claro. (Tuve, en el sueño, más o menos la misma
impresión que en mis épocas de William Blake, cuando en un arranque místico leí
La Divina Comedia: Beatrice se le aparece a Dante, en el Paraíso,
vestida de verde. Como si bajara del cielo una gallineta y se posara sobre la cabeza
de la estatua de Garibaldi: uno espera palomas sobre las estatuas, a lo sumo
gorriones, y me acuerdo que a los veinte años inventé una teoría sobre el
genio. Genio es el que te hace bajar del cielo gallinetas sobre las estatuas, o
te zampa una torcacita donde, los imbéciles, esperaban un loro barranquero. Y
si no, ahí está el cuervo de Poe, charlando animadamente desde hace un siglo
sobre la cabeza de Palas). Vestida de verde y en cuatro patas salió. Miró un
instante lo que yo tenía en la mano e hizo el gesto que ya dije, el de rozarse
apenas la frente con la punta de los dedos y echarse de paso el mechón de pelo hacia
atrás. Y caminamos. Y todo era de una serenidad volcánica. Quiero decir, de
lava petrificada. O quizá quiero decir nomás lo que escribí: serenidad
volcánica. No puedo volver tarde, había dicho ella. Noté que tenía quince años.
Yo también me sentía un poco más joven, pero sólo en el sentido de más ágil.
Debíamos sin duda estar en la Luna y allí uno pesaría menos. Con naturalidad,
se sacó el vestido. Quedó desnuda con simpleza insultante. ¿Lo dejo acá?,
preguntó, y quería decir que podíamos no encontrar luego este camino. No tenés
ninguna confianza en mí, dije yo. Me miró asombrada: yo había hablado con maldad.
Sí, me dijo, sí, lo que pasa es que. No, dije yo. No tenés ninguna confianza en
mí, en mi sentido de la orientación. Vos dudas de mi gran sentido de la
orientación, eso es todo lo que pasa: nunca creíste en mi Albatros. Juro que el
diálogo era así, y que yo dije Albatros. Y ahora, al verlo escrito a máquina,
pienso que Albatros con mayúscula, el Albatros, mi Albatros, puede ser el
nombre de un barco capitaneado por mí, una especie de barco pirata que los dos
conocíamos en la región del sueño y entonces no todo es tan absurdo. El caso es
que dije esa palabra, signifique lo que signifique. O quizá mi Albatros era lo
que yo tenía en la mano, aunque no me parece que fuera un pájaro. No, al menos,
uno cuyas alas de gigante le impidieran caminar. No tenés derecho a decir eso,
murmuró Laura.
Y ya no estábamos más en el anfiteatro.
Ves, dije yo, ves lo que ganaste: ahora te volvés sola a tu casa. Ya no
estábamos en el anfiteatro y aquello, bien mirado, era Callao a la altura de
Vicente López porque me acuerdo que vi Las Delicias, o Northing, menos mal que
a esa hora no andaba un alma por la calle. Todo un poco volcánico todavía, un
poco ceniciento y azul y de otro mundo pero con una rápida tendencia a desplazarse
hacia la zona Norte de Buenos Aires. Pensé que me iban a llevar al manicomio
por andar desnudo, pensé ojalá se muera de frío. Y con un enorme esfuerzo
conseguí invertir esta idea hasta articular: Lo único que falta es que ahora no
encontremos tu vestido. A lo que ella, ya en la puerta de su casa, respondió
casi con tristeza: Vos sabés que a mí eso no me importa. La puerta de su casa
era su puerta real, en Virrey Meló, sin embargo conservaba alguna de las
cualidades de la trampa enrejada por la que había salido, y en ese momento
recordé que, antes de que nos pusiéramos a caminar, yo había cerrado bien
cerrada esa puerta. Bien cerrada, de modo que ahora me dio miedo. No va a
poder, no va a poder abrirla sola, pensé. Miedo mezclado con alegría y con disgusto,
el disgusto de que hubiese dicho con semejante mansedumbre que andar desnuda no
le importaba. La matan, cuando sube la matan; eso pensé, e ignoro si el sentido
de matar era metafórico o real. Entonces decidí algo, dije: Espérame. Y me
desperté.
No me pregunto ni me interesa qué significa
este sueño. Lo que realmente me preocupa es qué pensaba hacer yo cuando le dije
que me esperase: 1) iba a buscar como loco su vestido; 2) iba a volverme tranquilamente
a mi casa; 3) iba a tratar de descifrar qué era lo que aún yo llevaba en la
mano.
Y eso es todo. Demasiado, a juzgar por el
espacio que ocupa; máxime si les recuerdo que veníamos hablando del balcón
terraza. Pero no: no veníamos hablando de eso sino de otro encuentro, y ahora
me explico por qué conté el sueño. Mientras escribía sobre el abogado de Laura
me pensaba en el balcón terraza. Fue la palabra terraza lo que me trajo al subconsciente
las escalinatas, la asocié con plataformas. Lo conté a partir de esa imagen.
Fue la palabra terraza, y no la palabra puta. No hay que asombrarse: he
desarticulado y reducido a polvo mecanismos literarios, ajenos, mucho más
complejos. Les he quitado las ganas de volver a escribir (la inocencia) a más
de un adolescente inspirado y profético. Hay que ver el daño que le puede hacer
la lucidez a la Poesía. También yo formé parte de una heroica y fugitiva
revistita literaria; también tuve mi corte primaveral de fieles, medio
discípulos, medio enamorados. Yo les expliqué por qué, y cómo, hacían versos a
malones de jovencitos talentosos tipo Demián. Y me curé. Y los curé. Los volví tan
inteligentes que hoy trabajan en Vialidad Nacional.
Laura (decía) me habló hará tres años del
tipo que un rato antes le había puesto la mano en la cintura. Él era más o
menos como ya he dicho. Y la quería bien y ya debía de haber articulado en su
homenaje algo por el estilo de: Me siento capaz de hacerte feliz, Laura, sé que
ahora no puedes quererme pero con el tiempo. Y con las cataplasmas de mostaza,
los niños, las camas gemelas y los laxantes suaves, el compañerismo y tu
cepillo de dientes aquí, el mío allí.
–Él quiere casarse –había dicho Laura.
–Con quién –dije yo, distraído.
–Lo que estás haciendo es una zoncera –dijo
Laura.
–Disculpá, quise señalar que ya sabía que
vas a casarte. Acabo de preguntarte para cuándo son los confites. ¿Qué me
dijiste que era?
No escuché sí rentista o dentista. O a lo
mejor era nomás abogado, porque muy pocas veces he visto una cara con tanta
propensión a inculcar en los demás la idea de engañarlo con la mujer. De no ser
por Laura, animal único e irracionalmente monoándrico, aquel personaje era
candidato a hundir al país en la tiniebla y el caos, a fuerza de ir cortando
cables con los cuernos.
–Se lo ve un hombre limpito –comenté. Ella
se limitó a esperar. Yo dije:
–Él quiere casarse, muy bien. Ya te oí. Y
ahora, se puede saber para qué me lo contás.
–No sé –dijo–. Quería que lo supieras por
mí.
La miré.
–No entiendo. Por vos cómo.
E iba a explicar qué era lo que en realidad
le estaba preguntando, pero, naturalmente, no me dio tiempo. Sonrió y dijo:
–Las dos cosas. Que lo supieras por mí: por
mi boca, para que nadie se encargue de contártelo.
–O sea por mí. Una especie de lealtad.
–Y también por mí –dijo bruscamente.
Levanté la cabeza, esa manera de pasarse
apenas la punta de los dedos por la sien y en el mismo movimiento recogerse el
mechón de pelo detrás de la oreja. Y sobre todo la mirada. Una leona, inerme, momentáneamente
desorientada pero tensa. No sé, algo sumamente contradictorio y yo nunca fui
muy bueno para los símiles. De modo que bajé la vista y busqué cigarrillos y no
tuve más remedio que aceptar los de ella, porque otra de mis teorías es que la
ropa de hombre tiene demasiados bolsillos.
–Cada vez que no encuentro el boleto cuando
sube el inspector me acuerdo de vos –dije–. La cosa es que finalmente yo tenía
razón, habrás notado.
–En qué.
–En que ibas a encontrar la felicidad, en
que Kierkegaard y Regina Olsen, todo eso.
Lo que siguió debí haberlo previsto, no las
palabras, porque mi imaginación es la de un ser humano normal, no las palabras
pero sí el zarpazo, las uñas súbitas del tamaño de un dedo. Dijo:
–Vos sabés que yo te quiero.
–Escuchame –dije–. Ya te expliqué cien mil
veces que las mujeres son infinitamente más fuertes que los hombres:
aprovecharse de eso, sí que es una deslealtad.
Tuve la sospecha de que yo a esa mujer la
necesitaba. Pensé cómo quedaremos si ahora la agarro del pescuezo, cómo
quedaremos doce pisos más abajo. Ella me miraba, juro que divertida.
–Deslealtad –dijo–. Sos tan cómico.
–Cantinflas, sí –dije–. Pero cómo se te
ocurre decirme que.
–Qué.
–Mira: cásate. Oíme. Sabés todo lo que
significas para mí.
–Sí.
–Ah, sabés. Pero vos sos realmente una hija
de puta –dije yo.
Laura me tocó la cabeza, bueno: el gesto
ese de revolver el pelo. Una cruza entre ¿no eres tú Romeo y Montesco? y
tomarme la fiebre. Y se rio, y, antes de irse del balcón y casarse a la semana
siguiente y tener un chico al año y medio, dijo como quien canta:
–Qué hermosos éramos. Será por eso, ¿no?
No siento ninguna vergüenza al recordar qué
hice, cuántas pequeñas abyecciones cometí, cómo, con qué meticulosa obstinación
obré desde esa noche para reconquistarla. Dije que se casó a la semana, en realidad
fue un poco después. Lo que no dije es que fui a la iglesia. Ya era un tango,
verdaderamente. Y me vio, y no sé si creyó lo que veía pero pegó un respingo
que se le torció la corona de azahares, o la mantilla, eso que llevan en la
cabeza, y me hizo acordar a esa Virgen María de Brueghel que queda como tuerta
con la cofia caída sobre el ojo, digo que no sé si creyó lo que veía pero mi
cara no era ni de estar jugando, ni de estar burlándome, ni de nada que no
fuera sencillamente estar allí, mirándola entre los amigos, sin ninguna
tristeza pero sobre todo sin ninguna ironía. Un escobillón hubiera dado
idénticas muestras de padecimiento, pero me habría superado en cinismo. Al día
siguiente, me las ingenié para que unos amigos comunes me sorprendieran levemente
borracho. Levemente, eso sí. El más venenoso, uno de esos psicoanalizaditos que
viven vigilando las cucharas, paraguas, ostras o muelas que a la gente se le
cae o pierde, cosa de descubrir el Edipo, impotencia, homosexualidad o caries
psíquica del Universo, me vio y dijo con astucia: “Hacía rato que no se te veía
tan divertido”. Me miró como el cardenal Richelieu a Ana de Austria cuando la
pescó sin los herretes. Yo, serio de golpe, lo mandé, en un tono tan alto e injustificable,
a la putísima madre que lo parió y no sin antes recomendarle que mejor se
metiera en la vida de la yegua de su madre, que a nadie le quedó la menor duda:
casarse Laura con el abogado había sido el tiro de gracia a mi síndrome
abandónico. Naturalmente, no exageré mis apariciones. Ejercí un levísimo
terrorismo de la ambigüedad. No fuera cosa que la dulce Julieta se pusiera en
Vestal o en Lola Mora y se entrara a hacer la payasa por su lado, afectando indiferencia,
o descubriera por ahí que la venganza es un ejercicio que compensa no haber
escrito un gran libro a los tipos como yo, y haberse casado con el abogado a
las muchachas como ella. Y viví. No quiero decir “entre tanto”, sino haciendo
eso. Le di, durante tres años, un sentido a mi existencia. Fue en esta última
época que soñé lo que ya he contado. Fue también en estos años cuando abandoné
en la cloaca (y no sólo yo) la bolsa con los restos de la Descuartizada, mi
alma inmortal, y alzándome de hombros renuncié al acné juvenil de inscribir mi Exeg
monumentum al final de mis Odas. Las palabras, estas rameritas, no sólo dan
trabajo: son un trabajo, y bien: mi generación y yo hemos aprendido a explotar
a las palabras. Y para vivir de las palabras, como para comer de las mujeres,
lo mejor es no cortejarlas mucho. Cuando necesito un buen traje, redacto un mal
cuento. Y si hace falta más plata se escribe un libro sobre Perón o el
Estructuralismo o el cadáver de Eva Duarte. Y ustedes, ¿qué hacen? Y dónde está
la diferencia. En estos años, también, me afirmé como crítico y llegué a
redactor jefe del más leído y corrosivo de esos subproductos nacionales tipo Times,
y ya que estamos quiero explicar algo. Tengo la voluptuosidad del mal, de lo
feo. Mimo mi propio fracaso tanto como odio el talento ajeno. Y no porque yo
mismo no tenga talento, vaya si lo tengo; sino porque mi poder de realización
no coincide con lo que entiendo bello. Vamos a ver si está claro. Yo sé qué es,
y hasta cómo se escribe un gran poema: sé. Pero hay algo que me impulsa en otra
dirección. Como inventar en la cabeza el Guernica de Picasso, con cada una de
sus líneas y grises despavoridos y caballos bajo las bombas y ojos de lata y
mutilaciones y ceniza, todo, pero al primer trazo sentir irrefrenablemente que
esa línea exige juntarse con otra, que no es la que estaba en la cabeza, y con
otra y con otra, todas cargadas de una significación imprevista. Y ver por fin
que se ha dibujado una figura obscena, una especie de retratito de Dorian Gray
pero descompuesto a medida que se lo pintó. Uno de esos innobles y descomunales
sexos de letrina. Se habla mucho de la flor de Coleridge, de la de Wells, ¡oh!
viajar al porvenir o al sueño y traer una flor. Bueno, lo que yo digo es como
viajar al porvenir. O al sueño. O hasta el vértice mismo del infierno: realizar
lo aparentemente más demoníaco del acto. Ir, sí, y hasta poder pegar la vuelta.
Y venirse de allá con un tomate. Y acá entra lo que señalé antes: la
voluptuosidad. Porque yo deseo más allá de toda explicación mis tomates, y
hasta diría que mis incursiones en el sueño o el porvenir, ahora, consisten
sólo en ir a buscar tomates. Sí, señores, amo quizá más que nadie en el mundo
lo bello, pero tengo el vértigo de lo feo. Y qué. Es como tener seborrea. El
día que descubrí en mi alma esa cualidad negativa sentí algo parecido a lo que
debe de haber sentido Massoch cuando le dieron por primera vez una patada en el
culo. Dolor, pero hasta por ahí nomás. Sobre todo, felicidad. Una náusea
orgiástica. Y quizá en el fondo soy un refinado; los chinos, de cultura
milenaria, comen ratas y perros y pescado podrido. De todos modos, nací lo
suficientemente sensible como para odiar a los que consiguen realizar lo que
aman. ¿Me he ido transformando en un resentido? Así es. Pero hay resentidos y
resentidos. Yo no envidio el triunfo ajeno, hasta el resentimiento tiene
categorías. Yo envidio a cualquier poeta desconocido de quinto orden que
consigue creer en lo que hace, o creer que, lo que hace, era lo que quería
hacer. ¿Me explico? Lo que me molesta del éxito ajeno es que muchas veces sirve
para eso: para convencerlos de que tenían razón. Y pintan, y hacen música, y
hacen versos por eso: por alegría. Leen veinte líneas piadosas acerca de su
última novelita y se sienten menos mortales. Pero lo que es a mí no me deberán
nunca ese consuelo. En los últimos años no he elogiado un solo libro.
Y esto es lo que quería escribir. En cuanto
a lo otro, a Laura, ya lo dije al principio: hace unas horas la vi por última
vez. Antes (también lo dije) la perseguí. Un día, me hice invitar a una
exposición de un cortometrajista; otro, hice que se la invitara a una muestra
de poesía ilustrada. Esta noche, por fin, quedamos juntos en un balcón que se parecía
bastante al de la primera vez.
–Para qué todo esto. Por qué –dijo Laura.
En el río, vi una especie de almácigo de
luces; era el Barco de la Carrera pero pensé: el Conté Rosso. El día
menos pensado me tomo el Conté Rosso, y a París. Tomar mate allá y
escuchar a Gardel, escribir cartas pidiendo cigarrillos Particulares, yerba, y
los recortes de Mafalda. Un argentino que no fue a París es una especie de
uruguayo.
–Te fijaste lo bien que se ve el río esta
noche –dije yo.
–Y sobre todo la luna –dijo Laura.
–También, sí –dije yo–.
Para qué qué –dije yo.
–Todo esto –dijo Laura.
–Porque te quiero –dije.
–Estás borracho –dijo ella.
Yo dije que no de caerme, pero reconocí que
algo había tomado.
–No de caerme –dije–, pero reconozco que
algo tomé. De lo contrario no me hubiera animado a hacer semejante imbecilidad.
–Pero, vos no te das cuenta –dijo.
–No. Nunca me di cuenta.
Como diálogo era bastante impresionante.
Ella, todavía, dijo:
–Pero cómo querés que te crea. Cómo podés
querer que te crea.
Lloró. Y yo también tenía los ojos llenos
de lágrimas, y no sé muy bien qué ocurrió después, pero el hecho es que la
traje acá.
–Ves, ahí estás vos –decía yo–. Y ahí –y le
señalaba los sitios donde, en las paredes, sobre los muebles, ella estaba
realmente. A veces era un afiche de Chaplin, a veces un pequeño Ford T de lata,
a veces un ridículo candelabrito de bronce–. Y yo no puedo seguir viviendo de
esta manera.
Se desvistió, con una lentitud sacrificial.
Yo antes le había dicho: desvestite. Tuve aliento aún para decir:
–Un hombre que no mira a su mujer cuando se
desviste ya no la quiere. Tenelo en cuenta para juzgar a tu marido.
Algo dijo entonces, que no escuché porque
todo fue igual que siempre, sus manos, menos torpes que las mías, su pelo sobre
mi vientre y su boca infamada y su inocente manera de jugar ella a ser la luna
y yo el sol, la luna, como en las antiguas leyendas en que la luna nunca se ofrece
de frente por temor a engendrar monstruos, toda la vieja historia de mitos y
juegos y ceremonias y malentendidos, encuentros y desencuentros en un laberinto
que se iba trazando en la oscuridad. Y era como seguirla en una ciudad de arena
o de ceniza, cálida y móvil, entre vastos patios nocturnos que el viento
inventaba o deshacía, desorientándome y llenándome de miedo: aunque yo sabía
que al final de todos los dibujos estaba ella, dejándose encontrar. Y habló.
Dijo cosas que únicamente ella podía decir sin ser repulsiva; explicó no sé qué
del marido y de su hijo y de cómo había jugado siempre con la idea de que el
chico se me parecía, se nos parecía, habló y lloró y se rio, y se ahogó. Y dijo
que lo peor de todo era mi silencio, no ahora, siempre, tu silencio como si.
–Sssh –dije, muy bajo.
Y la abracé por fin y le tapé como siempre
la boca con la mano y la nombré, al final. Después nos quedamos quietos, como
dos muertos. Y ella acercó su mano a la mía.
Entonces hice algo que quizá estaba
pensando hacer desde hacía tres años: retiré su mano.
Sentí a mi lado su rigidez y su pequeño
ahogo, como una tos. Sentí una felicidad salvaje, y busqué en la mesa de luz
los cigarrillos.
La vi cuando se iba. No la recuerdo
vistiéndose porque todo era como un sueño. Desde esa puerta, me miró. El sol
daba en uno de los vidrios y le alumbró la cara. Tenía, exactamente, la misma
mirada que le recuerdo desde los quince años. Un cansancio indulgente y
doloroso, casi irónico, aunque sé que ésta no es la palabra, una sabiduría muy antigua,
algo que no tiene nada que ver con las palabras y que sólo puede entenderse
habiendo sido mirado así, una antigua sabiduría llena de tristeza, o de algo
parecido a la caridad y a la tristeza, por la que el hombre que sonreía desde
la cama ya no tendrá nunca un sitio en el mundo.